A comienzos de la cuarentena en Colombia, 16 organizaciones de la sociedad civil encuestaron a 678 trabajadoras de servicio doméstico. Cerca de 90 por ciento estaban confinadas en sus casas y, de ellas, alrededor de 50 por ciento no tenían un salario ni ayudas para subsistir durante la pandemia. Es el caso de Isenia Josefina Paz, una venezolana que llegó a Bogotá en 2018.
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Isenia Josefina Paz llegó a Colombia en enero de 2018. Antes de migrar, trabajaba en una cadena de restaurantes en Tucacas, un pueblo del estado Falcón —en el occidente venezolano— rodeado de playas cristalinas. Ganaba salario mínimo —menos de 5 dólares por mes— y no le alcanzaba para cubrir sus gastos de una semana.
Fue por eso que esta madre soltera dejó los malecones, el clima cálido y su casa propia, para aventurarse a una nueva vida en la ajena y fría Bogotá. Se vino con el mayor de dos hijos. Dada su experiencia, buscó trabajo en restaurantes, pero ninguno le abrió las puertas. Como muchas de las venezolanas migrantes, encontró una opción en el trabajo de servicio doméstico.
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Isenia habla con propiedad porque ha estado en ambas orillas del trabajo doméstico: se ha confinado en una casa que no es la suya para servirle a otros; y ha ido de casa en casa sumando horas para reunir un salario digno.
El primero lo desempeñó en casa de los padres de un niño con síndrome de Down. Sus jornadas comenzaban a las 5:00 de la mañana: preparaba el baño, la ropa y el desayuno del niño, quien luego se iba al colegio. La faena seguía hasta las 8:00 de la noche, cuando terminaba de preparar la cena, lavar la ropa y planchar.
Por hacer de niñera, mantener la casa en orden y cocinar —con descanso únicamente los domingos—, recibía cada mes 500 mil pesos, unos 130 dólares, casi la mitad del salario mínimo legal vigente en Colombia. No recibía prestaciones sociales, no fue afiliada al Sistema General de Seguridad Social en Salud, no tenían ningún otro beneficio.
A Isenia no la atormentaba el frío bogotano, al que no se acostumbraba; tampoco el encierro. Pensaba en su hija de 9 años en Venezuela, sin madre que la cuidara, sin hermano mayor que la consintiera. Pensaba en su familia, en su país en declive.
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Luego comenzó a trabajar como empleada doméstica externa. Eran faenas menos exigentes: estaba dos días en casa de una familia en el lado oeste de la ciudad, y tres días en casa de dos adultos mayores, con jornadas razonables y pago por primas y vacaciones. Pensó entonces que ahora sí mejoraría su calidad de vida y la de los suyos.
A mediados de marzo, sin embargo, con la declaración de cuarentena nacional por la pandemia del coronavirus, ambos empleadores le dijeron a Isenia que, hasta no haber condiciones para transportarse y trabajar con adultos mayores, no podría regresar al trabajo. Solo una de las empleadoras le dio 100 mil pesos, unos 26 dólares, para que pudiera subsistir mientras no recibía ingresos.
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Isenia tiene lo justo para que ella y su hijo de 20 años coman dos veces al día. Él, que trabajaba en una empresa de confecciones, también perdió su empleo. Eso la tiene muy preocupada. Debe dos meses de arriendo y de servicios públicos. Y el dueño de la casa le advirtió que la desalojará si no paga los 500 mil pesos de deuda. Eso, pese a que el Decreto 579 de abril de 2020 prohíbe los desalojos hasta el 30 de junio, y señala que se deben establecer acuerdos de pago viables para quienes no puedan hacerlo durante la pandemia.
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Hasta ahora, no le ha llegado ninguna de las más de 2 millones de ayudas que la Alcaldía de Bogotá dice haber entregado a los ciudadanos de estratos 1, 2 y 3. Tampoco ninguna de las 474 mil 810 transferencias monetarias que el gobierno nacional dice que ha entregado en Bogotá. Isenia Josefina se escapó de las cuentas oficiales y de la memoria de sus empleadores. Por eso, ha pensado regresar a Venezuela, donde al menos podría librarse del pago de la renta y asegurar el cuidado de su hija.
Pero dice que esperará un poco, quizá un par de meses más. Todavía tiene esperanzas de que Colombia sea para ella un lugar en el que pueda vivir mejor.