Mario Figueroa vive en Colombia desde 2017. Y desde allí le tocó darle el último adiós a su padre, uno de esos ecuatorianos de nacimiento que migraron a Venezuela en los años 70. A la vuelta de casi cinco décadas, su papá tuvo que volver a Ecuador a tratarse una insuficiencia renal que se agravaba cada vez más. Y allá, en Guayaquil, entró en las estadísticas de muertes por la covid-19.
La última vez que vi a mi papá fue el 22 de noviembre de 2017. Lo despedí en el terminal de autobuses del Nuevo Circo, en Caracas. Lo besé y lo abracé como nunca, con las mismas emociones encontradas que él debió sentir alguna vez, cuando migró a Venezuela desde Ecuador. Ahora era yo quien se iba, camino a reencontrarme con mi esposa y mis hijos en Colombia.
Tres años después, en febrero de 2020, hacía chistes por videollamadas con mi hermana en Guayaquil, sobre ese nuevo virus que había nacido en China y que ya había llegado a una parte de Latinoamérica.
—Te tomas un vasito con limón y atamel, y se te quita —les decía. El coronavirus aún no tocaba Ecuador.
Mi papá estaba ahí con ellos. Tenía 61 años. Era un paciente con insuficiencia renal y, como no podía tratarse en Venezuela debido a las dificultades para recibir diálisis, mis hermanos y yo decidimos que ya era hora de que volviera a su país de origen.
Unos días después, todo cambiaría.
Marino, mi padre, siempre fue un empedernido por Venezuela. Desde que llegó en 1978, se enamoró de ese país donde naceríamos sus hijos. Conoció a mi mamá, Isabel, una paisana que llegó poco después que él y con quien compartió la pasión por el Caribe. En el momento en que un médico en Caracas le advirtió sobre su padecimiento crónico de insuficiencia renal, en 2018, él buscó todas las opciones para tratarse. Estaba renuente a abandonar Venezuela, aunque su salud dependiera
de ello.
Acudió a varios hospitales y las respuestas siempre fueron las mismas: “No hay insumos, no hay diálisis, tiene que anotarse en una lista de espera”. Mi papá era albañil y mi mamá ama de casa, y no podían costear un tratamiento privado. A mis tres hermanos en Ecuador y a mí en Colombia nos desesperaba tener las cuentas ajustadas y no poder colaborar. No quedó otra opción que sacarlo del país.
Hicimos el esfuerzo y ambos se fueron en avión a Ecuador. No hubo chance de que el viaje fuera con escala en Colombia, pero aun así me calmaba saber que finalmente mi papá llegaría a un lugar donde mejoraría su calidad de vida.
Al principio no fue fácil. Los médicos en Ecuador no son como en Venezuela. Son puntuales al hablar y se interesan por los recursos que tenga el paciente para tratarse. Mis hermanos, que ya tenían casi dos años en Guayaquil, lograron conseguir un médico de cabecera. Mis papás vivían con mi hermana menor. Ella y mi madre lo acompañaban a todas las diálisis. Su salud mejoró. Estaba tranquilo y estable, con todos sus medicamentos a la mano. Eso nos alegraba inmensamente.
—Papá tiene tos y fiebre. Creo que el catéter está infectado —me dijo mi hermana, al otro lado del teléfono.
Era 22 de marzo. Ya tenía tres días así, se hacía imperioso llevarlo al hospital. En Guayaquil ya se habían registrado 408 casos de covid-19 y en los centros de salud esa era la prioridad de atención. Mis hermanos no se rindieron y lo trasladaron. Los médicos les insistieron al llegar: “No podemos atenderle ahorita. Vayan a casa e intenten controlar la infección allá”.
Y en menos de 15 días, papá se nos fue.
El malestar nunca cesó. Nuestro Marino, ese hombre fuerte que no se quejaba por nada, se fue debilitando hasta quedar sin respiración. El 3 de abril nos confirmaron que tenía el virus. Papá había estado con insuficiencia respiratoria las últimas horas y corrieron con él por varios hospitales hasta escuchar la peor noticia en el último a donde llegaron.
—Él tiene coronavirus, pero acá no lo podemos atender. Llévenlo a casa para que esté con ustedes o esperen a que se desocupe una cama para dársela y que fallezca aquí —dijo el médico sin reservas, apenas lo examinó.
Es duro que un médico te suelte una frase semejante. Se siente como un puñal. Yo no estaba allí, físicamente, pero fui testigo de cada segundo a través de llamadas cada 10 o 20 minutos preguntando todos los detalles de lo que ocurría. Dolía más. Sentía hasta culpa por no poder estar con los míos dando alguna idea o solo acompañando.
Mi papá no habló conmigo esas últimas horas. Todos esos días la fiebre lo hacía dormir. Estaba débil. La última conversación que tuvimos fue el fin de semana anterior.
—Me siento fuerte para superar esto, hijo. No se preocupen, esto no es nada —me dijo. Era el Marino fuerte que conocía, el que no quería preocuparnos.
—Si saliste de Venezuela con una enfermedad crónica y llegaste a Ecuador, tú vas a pasar esto y más —le respondí yo.
No fue así. La covid-19 lo mató muy rápido.
El cuerpo de mi papá estuvo en casa por tres días. Las noticias en Guayaquil eran espeluznantes. Se veían los muertos en las calles, los ataúdes en las puertas de las casas. Como dice mi hijo: un apocalipsis zombi.
No había funeraria que aceptara preparar el cuerpo para poder darle cristiana sepultura. Decidimos meter a papá en una caja, envolverlo en papel celofán y mantenerlo frío con una cubeta de hielo debajo de él, en un cuarto aparte de todos. Creíamos que permanecería así por semanas, pero mis hermanos pagaron y, a través de un contacto en el cementerio, lograron trasladarlo a la bóveda. Sin entierro, sin sacerdote.
Quería salir corriendo, irme en autobús a Guayaquil. Llegar en dos o tres días, pero estar allá. Mi esposa Diana me frenó. Pensamos con la cabeza en calma y entendimos que la despedida tendría que ser desde la distancia.
Esa noche del 3 de abril, cuando papá murió, mi cuñada se encargó de darme la noticia. Los demás no podían. Las lágrimas y el dolor no se los permitían. Fue un momento de desesperación para ellos el verlo morir en sus brazos. Y yo, a 1 mil 510 kilómetros de distancia.