Yaraviceth Mayora, de 26 años, quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó la cuarentena en Colombia. Había migrado a Bogotá con su hijo, hasta que la llegada de la pandemia torció sus planes. A Alexander Jiménez, oriundo de Maturín, al oriente de Venezuela, le ocurrió lo mismo. Ambos echaron a andar sus pies y atravesaron Colombia para volver a tierras conocidas. Son solo dos de los miles de venezolanos que han debido regresar de una primera huida.
—154 km para Bucaramanga.
Un enunciado simple pero abrumador.
Era el mensaje que enviaba Yaraviceth a su hermana Deisy, en La Guaira, frente al mar Caribe venezolano, luego de caminar por más de 15 días desde Bogotá. Su destino era Cúcuta, donde esperaba cruzar el Puente Internacional Simón Bolívar para dejar atrás Colombia y nuevamente pisar tierras conocidas.
Yaraviceth Mayora, de 26 años, no caminaba sola. Su hijo de 3 años la acompañaba, con su pequeña bufanda y una chaquetica que apenas le permitían soportar las bajas temperaturas del camino hacia la frontera. Iba, también, su pareja. Durante todo el trayecto, las mascarillas blancas para protegerse del coronavirus les daban algo de calor en el rostro. Habían salido de la capital colombiana el 11 de abril, cuando este país ya contaba 18 días en cuarentena conjurando una pandemia que había matado, para ese momento, a casi 100 mil personas en el mundo.
El 6 de marzo, Colombia confirmó su primer caso positivo en covid-19, el de una joven de 19 años que había llegado a Bogotá desde Italia. A Yaraviceth esto no la inquietó. El negocio de venta de licores en el que trabajaba seguía operando con normalidad. Las primeras medidas tomadas por las autoridades, todavía en fase de prevención y contención, le hacían pensar que la epidemia se detendría con prontitud.
Había algo de incertidumbre en el ambiente, sí, pero las piezas de su vida todavía estaban completas.
No fue sino hasta que anunciaron la prórroga de la cuarentena que se le encendieron las alarmas. Todo un país confinado. Sin fechas ciertas que pudieran marcarse en un calendario. El no futuro.
Yaraviceth entendió que su vida como migrante, que había empezado escasos nueve meses atrás, corría riesgos imposibles de controlar. Si para otros con estatus regular sería difícil, por la emergencia económica y social que había traído la pandemia, para ella lo sería más. Había llegado a Colombia con un carnet fronterizo como único documento válido dentro del territorio y nueve meses después aún lo conservaba como identificación.
Quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó el primer periodo de aislamiento obligatorio. Tenía que costear los alimentos para su hijo con los pocos ahorros que conservaba y, aunque el pago del arrendamiento había dejado de ser una prioridad, no dejaba de preocuparle. Sabía que en pocos días ya estaría endeudada.
Fue cuando tomó la decisión que había estado meditando por una semana.
—Vámonos a Catia La Mar —le dijo a su pareja, también sin trabajo tras comenzar la cuarentena. Él había llegado antes que Yaraviceth a Colombia y se había empleado en un autolavado. Ella se vino siguiéndole los pasos en un autobús que tomó en la misma frontera por la que ahora regresará. Lo que ganaba en un local de venta de café en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía sencillamente no le alcanzaba para vivir. Eran nueve horas de trabajo diario por un salario mínimo sin bonificaciones. Dos, tres dólares mensuales, a lo sumo. Había decidido migrar para darle una mejor vida al hijo que había tenido con su anterior pareja, y también ayudar a su hermana Deisy y a varios sobrinos. Este regreso, igual de forzado, no estaba en sus planes.
Pero, a estas alturas, ya lo había entendido: la vida le había cambiado a todo el mundo. No tenía caso resistirse.
Pero, a estas alturas, ya lo había entendido: la vida le había cambiado a todo el mundo. No tenía caso resistirse.
El asunto era cómo hacía para regresar.
Yaraviceth había escuchado de otros venezolanos que estaban volviendo a su país con el apoyo de Migración Colombia. Le dijeron que eran traslados humanitarios en más de 20 autobuses desde Soacha, al sur de Bogotá, y Bucaramanga, casi a 400 kilómetros de donde ella vivía. El 4 de abril, 600 venezolanos habían regresado al país voluntariamente a través de este procedimiento.
Un traslado en autobús hasta la frontera con Venezuela le costaba entre 120 mil y 150 mil pesos (unos 37 dólares) que ella no tenía, así que una mañana se enrumbó a una de las sedes de Migración Colombia y también a la Alcaldía de Bogotá. La única respuesta que obtuvo fue que debía esperar. No podían hacer más por ella. Eran cientos de migrantes en las mismas condiciones.
Días después, ya no podrían entrar a Venezuela todos al mismo tiempo. Migración Colombia informó del límite impuesto por el régimen de Nicolás Maduro, de 200 y 100 personas al día para que pudieran atravesar los pasos autorizados en el Puente Internacional Simón Bolívar, en el Norte de Santander, y el Puente Internacional José Antonio Páez, en Arauca, respectivamente. El argumento era la limitada capacidad del país para recibir a los migrantes, aunque autoridades en Venezuela dirían luego que cada día ingresaban al país hasta 700 personas.
Lo cierto es que el colapso ya no podía ocultarse. Desde el 16 de marzo, Venezuela había entrado en cuarentena tras el anuncio del primer caso positivo de coronavirus tres días antes. Entonces, comenzaron a someter a un confinamiento obligatorio a todo el que regresara. Los centros habilitados en San Antonio, La Fría y Rubio, en el estado Táchira, no contaban con las mínimas condiciones para recibir tal cantidad de personas y muchas, como si fuesen migrantes en su propio país, debían esperar en el Puente Binacional de Tienditas, durmiendo en el piso y sin acceso a alimentos y agua.
Todas eran noticias que escuchaba Yaraviceth. Pero, como si escuchara una balacera a lo lejos, todavía no era algo que la inquietara demasiado.
Sin respuestas rápidas de las instituciones a las que acudió en busca de apoyo, no le quedó más opción que caminar. Esperar, como le habían recomendado, era imposible para ella. No tenía dónde quedarse ni tampoco más alimentos para darle a su hijo. Sus últimos pesos los había usado en cancelar lo que debía del alquiler en la fría habitación de la pensión donde vivía. Su arrendatario le había dicho que debía cancelar el mes puntualmente. Y eso hizo.
—No nos están ayudando en nada —le dijo Yaraviceth a un periodista que cubría el masivo retorno de caminantes, en el peaje a la salida de Bogotá en dirección a Chía—. Dicen que no pueden hacer nada por los venezolanos, ni Migración ni la Gobernación ni nadie. Le preguntas a un policía en la autopista sobre qué hacer y no responde. Dicen que están ayudando con mercados a los venezolanos en la calle, es mentira. Estamos tratando de pedir cola, pero nadie quiere.
Yaraviceth había escuchado rumores sobre los venezolanos que habían decidido irse. Se comentaba que ninguno de los que tramitaron el proceso con las alcaldías podría luego regresar a Colombia. Creía que las autoridades aprovechaban la coyuntura para expulsarlos. Y con ello, se aferraba más a la idea de echar a andar sus pies.
Un mes antes, el 17 de marzo, un decreto del alcalde de Pamplona, Humberto Pisciotti Quintero, había avivado la discusión en torno a la xenofobia contra los venezolanos. La normativa prohibía el ingreso y permanencia de migrantes no regularizados en su jurisdicción y suspendía temporalmente los cuatro albergues que les ofrecían alimentación y ayuda humanitaria. Y cuando la marea había bajado, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, copaba las redes sociales diciendo que ya se habían hecho cargo del pago de los alimentos, de los nacimientos, las escuelas y los empleos de los venezolanos. “Qué pena que lo único que no podemos cubrir es el arriendo. Y para eso pedimos un poquito de ayuda del Gobierno Nacional”. La administración de Iván Duque aún no emitía el decreto que prohibía los desalojos, firmado a mediados de abril, pero ya se sabía de cientos de familias venezolanas que habían sido expulsadas de las pensiones donde vivían.
Pero esto ya no era un tema para Yaraviceth.
Seis días después de salir de Bogotá, amparada en la compañía de un grupo de venezolanos que caminaban junto a ella y los suyos, recién llegó a Tunja, la capital de Boyacá. Había avanzado unos 140 kilómetros, que en carro les habría tomado poco más de dos horas. Siglos atrás, esa ciudad universitaria había sido un emplazamiento importante para colonos españoles. Ahora, era el sitio de paso de gente que huía por segunda vez, gente que regresaba de su primera huida.
Agradecía que al menos su hijo, a diferencia de ella, no tenía ampollas en los pies. Y que ellos no eran los únicos en el medio de la nada.
Yaraviceth creía que no soportaría los cambios de temperatura, aquel intenso calor en el día y el frío penetrante en las noches. Pero no había tiempo para el arrepentimiento. Su único cobijo eran unas cuantas prendas que llevaba en la maleta. Y el tapabocas. Agradecía que al menos su hijo, a diferencia de ella, no tenía ampollas en los pies. Y que ellos no eran los únicos en el medio de la nada.
Eran muchos los que hacían el mismo recorrido. Los que ya habían pasado por ahí.
Alexander Jiménez pasó un día antes. Había salido del norte de Bogotá a las 5:00 de la mañana del 12 de abril. La orden de confinamiento le hizo perder su trabajo en una distribuidora de frutas que se vio en la obligación de cerrar. Sin la posibilidad de pagar el alquiler y al verse en la calle, decidió regresar a la casa de su familia en Maturín, al oriente de Venezuela. Se enfrentó al terror de atravesar zonas que le decían que eran “las más peligrosas de Colombia”.
—Estamos asustados. Rogando que no llueva. Nos dicen que no confiemos en nadie, que pasan muchos miembros de la guerrilla por aquí —le contó a su esposa en una nota de voz enviada por WhatsApp. Ella lo esperaba en Maturín junto a sus hijas, mientras él intentaba abrigarse para dormir debajo de un puente junto a otra familia, incluido un bebé de 8 meses.
En Venezuela, el 13 de abril, Nicolás Maduro informaba sobre el regreso por Colombia de 5 mil 800 venezolanos. Junto a otros voceros como Tarek William Saab, fiscal general pro-oficialista, designado por la cuestionada Asamblea Nacional Constituyente, se quejaba del maltrato hacia los migrantes venezolanos en el país vecino y se manifestaba complacido de que estuvieran volviendo al país luego de “renegar de la patria”.
"La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunció inmediatamente contra lo que calificó como “declaraciones estigmatizantes” por parte de altos funcionarios venezolanos hacia las personas migrantes, a quienes tildaban de “oportunistas”, “apátridas” y “traidores”
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunció inmediatamente contra lo que calificó como “declaraciones estigmatizantes” por parte de altos funcionarios venezolanos hacia las personas migrantes, a quienes tildaban de “oportunistas”, “apátridas” y “traidores”. Y exigió que se abstuvieran de hacer este tipo de pronunciamientos contra los retornados, a quienes les debían proveer de espacios dignos con condiciones sanitarias para el aislamiento y transporte posterior hacia sus lugares de residencia en el país.
Ya acercándose a Boyacá, pasaron dos personas ofreciéndoles alimentos a Alexander y a sus compañeros de viaje. Algunos fueron tras la comida y al cabo de unas horas todavía no regresaban. Alexander se angustió como si fueran su familia. Ya había caído la noche. En la madrugada aparecieron y contaron que se extraviaron intentando regresar con el grupo.
—Tenemos siete días caminando —se decían unos a otros—. Nadie nos ha ayudado, a pesar de tener niños. No hay apoyo. Los policías vienen escoltando a los camioneros, pero para que no nos dejen subir.
Frente a Alexander, un cartel decía “Boyacá”. Estaban en la cordillera de los Andes oriental, en un departamento que por el noreste comparte frontera con Venezuela.
Pero, tanto para él como para Yaraviceth, aquella era una frontera que apenas podían ver en un mapa.
Distintas organizaciones sociales hacían esfuerzos para dar atención a los caminantes venezolanos en Colombia. Se enfrentaban no solo al obligado confinamiento, sino también a las autoridades policiales que cada día se tornaban más estrictas e impedían la operatividad de albergues y traslados para proveer la alimentación.
Al llegar a Tunja, luego de seis días caminando, Yaraviceth no dudó en contactar a una de esas organizaciones. Estaba agotada de dormir en el monte, de buscar cualquier techo cuando llovía, de ser apartada por vendedores en la vía que, por miedo al virus, le impedían acercarse. Agotada de asimilar como único alimento del día las barras de pan que les regalaban los conductores, en pocas ocasiones acompañadas con sardina, cochino o carne. Se cansó y buscó ayuda enviando un mensaje por WhatsApp a un número telefónico que le facilitaron.
—Lamentablemente no tenemos cómo ayudarlos. Hasta la próxima semana es cuando la alcaldía habilitará buses —le dijo la mujer al otro lado del teléfono.
Los autobuses, efectivamente, estaban desplazándose hasta Cúcuta con cientos de venezolanos a bordo desde distintas zonas del país, aunque no diariamente. Los viajeros debían tramitar el traslado en las alcaldías de las zonas donde residían. Para el 26 de abril, Migración Colombia contabilizaba cerca de 12 mil venezolanos retornados de forma organizada.
Cuatro días después, el número se había incrementado a 15 mil (ya el 15 de junio serían 76 mil). Alexander ya pisaba Parque del Agua, en Bucaramanga. Yaraviceth estaba cerca. Le daba fuerzas el pensamiento de reencontrarse con su hermana y quizá recuperar su puesto de trabajo en el aeropuerto de Maiquetía. Le daba fuerzas pero sabía que esto era muy poco probable, no solo por los puestos de trabajo perdidos por la cuarentena, sino por esa otra pandemia que es la crisis humanitaria que vive Venezuela y que ya la había hecho huir. Calmaba a su familia —y con esto a ella misma— en cada oportunidad que su teléfono marcaba señal, enviándoles imágenes de las comidas que había recibido de algunos habitantes de aquellos parajes que atravesaban.
La Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional de Migrantes (OIM) actualizaron, en aquellos días, la cifra de venezolanos en el exterior: 5,1 millones, de los cuales 1,8 millones se encontraban en Colombia y, de estos, 1,25 millones en situación irregular.
Acnur también manifestaba su preocupación por el desplazamiento de venezolanos que estaba produciendo la crisis generada por la pandemia. Desde la agencia insistían en que los migrantes tomaran en cuenta los riesgos sanitarios al dormir en las calles y hacer concentraciones masivas para exigir apoyo. Se encargaron de ofrecer recomendaciones y atención personalizada para ciudadanos migrantes en riesgo de desalojo, sin alimentos ni acceso a la salud. La situación comenzaba a salirse de control. En Chía, un municipio de Cundinamarca, se había producido una protesta encabezada por venezolanos que pedían traslado inmediato a la frontera. Muchos se habían quedado sin lugar dónde dormir.
Fueron tres días de exigencias y promesas en Chía, por donde Yaraviceth hacía días que había pasado. Los vehículos de transporte público iban saliendo de dos en dos. Mientras los que partían con dirección a Arauca y Cúcuta celebraban que pronto estarían en su país natal, en Rozo (Valle del Cauca) se producía el accidente de un autobús que repatriaba venezolanos. Dos de ellos fallecieron.
Yaraviceth ya había dejado de creer en las ayudas. Migración Colombia emitió un comunicado alertando sobre los peligros de caminar el país para regresar a Venezuela. Dijeron que sancionarían a quienes desobedecieran la orden de aislamiento y buscaran el retorno por sus propios medios.
Pero Yaraviceth también había dejado de creer en las amenazas. Dormir en la calle con su hijo había ido formándole una coraza. Debía asegurarse de sobrevivir y nada más. Ya ni siquiera le preocupaba llegar a Venezuela y encontrarse en uno de esos centros de confinamiento obligatorio en Táchira. Solo quería llegar.
El 1 de mayo, Alexander ya estaba en el Puente Internacional Simón Bolívar. Había logrado subirse a un autobús en Bucaramanga. Al llegar a La Parada, en Cúcuta, equipos sanitarios de Colombia rociaban a los migrantes con hipoclorito sódico, mientras transitaban esa línea imaginaria que divide a Venezuela de Colombia. Del lado venezolano, una comitiva oficial los esperaba para trasladarlos hasta el terminal de pasajeros de San Antonio, donde debían aguardar hasta ser reubicados en un centro de confinamiento. Allí le esperaban cinco días de cuarentena, mientras le hacían el test rápido y una segunda evaluación, la reacción en cadena de la polimerasa, conocida como PCR por sus siglas en inglés, para el despistaje del virus.
El 4 de mayo, Yaraviceth seguía caminando. La piel blanca de su rostro ya estaba colorada por el sol. Apenas había alcanzado atravesar la mitad del camino hacia Cúcuta. Esperaba llegar a Parque del Agua, en Bucaramanga, donde Alexander pudo tomar un autobús. Ella también lo consiguió finalmente y, a las 2:00 de la madrugada del 6 de mayo, partió a Cúcuta.
—Voy caminando y con un niño, sin que nos den cola ni nada. Solo espero llegar —le había dicho a su hermana apenas dos días antes, mientras veía, una vez más, un atardecer colombiano en primer plano.
—Voy caminando y con un niño, sin que nos den cola ni nada. Solo espero llegar —le había dicho a su hermana apenas dos días antes, mientras veía, una vez más, un atardecer colombiano en primer plano.
Cada mensaje suyo, ella lo sabía, era como una fe de vida.
La gente común hace el ejercicio de imaginar sus vidas desplazadas en el tiempo, pero rara vez en el espacio. Hacerlo por necesidad supone cargar de incertidumbre una vida que ya, por definición, la trae consigo. Supone enfrentar un camino truncado que debe reconfigurarse. Y como si ya eso no exigiese atención, a esos proyectos en recomposición les llegó la pandemia, para ofrecer nuevas incertidumbres, nuevos temores, nuevos fantasmas. Y tan lejos de casa.
Una familia venezolana quedó varada en Bogotá el 13 de marzo, cuando Nicolás Maduro suspendió los vuelos desde Colombia por la covid-19. Es una pareja con dos hijos que terminaron siendo parte de un grupo de 200 venezolanos a la espera de un vuelo humanitario en medio de una cuarentena muy cerca de su hogar.
A comienzos de la cuarentena en Colombia, 16 organizaciones de la sociedad civil encuestaron a 678 trabajadoras de servicio doméstico. Cerca de 90 por ciento estaban confinadas en sus casas y, de ellas, alrededor de 50 por ciento no tenían un salario ni ayudas para subsistir durante la pandemia. Es el caso de Isenia Josefina Paz, una venezolana que llegó a Bogotá en 2018.
1.
Isenia Josefina Paz llegó a Colombia en enero de 2018. Antes de migrar, trabajaba en una cadena de restaurantes en Tucacas, un pueblo del estado Falcón —en el occidente venezolano— rodeado de playas cristalinas. Ganaba salario mínimo —menos de 5 dólares por mes— y no le alcanzaba para cubrir sus gastos de una semana.
Fue por eso que esta madre soltera dejó los malecones, el clima cálido y su casa propia, para aventurarse a una nueva vida en la ajena y fría Bogotá. Se vino con el mayor de dos hijos. Dada su experiencia, buscó trabajo en restaurantes, pero ninguno le abrió las puertas. Como muchas de las venezolanas migrantes, encontró una opción en el trabajo de servicio doméstico.
2.
3.
Isenia habla con propiedad porque ha estado en ambas orillas del trabajo doméstico: se ha confinado en una casa que no es la suya para servirle a otros; y ha ido de casa en casa sumando horas para reunir un salario digno.
El primero lo desempeñó en casa de los padres de un niño con síndrome de Down. Sus jornadas comenzaban a las 5:00 de la mañana: preparaba el baño, la ropa y el desayuno del niño, quien luego se iba al colegio. La faena seguía hasta las 8:00 de la noche, cuando terminaba de preparar la cena, lavar la ropa y planchar.
Por hacer de niñera, mantener la casa en orden y cocinar —con descanso únicamente los domingos—, recibía cada mes 500 mil pesos, unos 130 dólares, casi la mitad del salario mínimo legal vigente en Colombia. No recibía prestaciones sociales, no fue afiliada al Sistema General de Seguridad Social en Salud, no tenían ningún otro beneficio.
A Isenia no la atormentaba el frío bogotano, al que no se acostumbraba; tampoco el encierro. Pensaba en su hija de 9 años en Venezuela, sin madre que la cuidara, sin hermano mayor que la consintiera. Pensaba en su familia, en su país en declive.
4.
Luego comenzó a trabajar como empleada doméstica externa. Eran faenas menos exigentes: estaba dos días en casa de una familia en el lado oeste de la ciudad, y tres días en casa de dos adultos mayores, con jornadas razonables y pago por primas y vacaciones. Pensó entonces que ahora sí mejoraría su calidad de vida y la de los suyos.
A mediados de marzo, sin embargo, con la declaración de cuarentena nacional por la pandemia del coronavirus, ambos empleadores le dijeron a Isenia que, hasta no haber condiciones para transportarse y trabajar con adultos mayores, no podría regresar al trabajo. Solo una de las empleadoras le dio 100 mil pesos, unos 26 dólares, para que pudiera subsistir mientras no recibía ingresos.
5.
6.
Isenia tiene lo justo para que ella y su hijo de 20 años coman dos veces al día. Él, que trabajaba en una empresa de confecciones, también perdió su empleo. Eso la tiene muy preocupada. Debe dos meses de arriendo y de servicios públicos. Y el dueño de la casa le advirtió que la desalojará si no paga los 500 mil pesos de deuda. Eso, pese a que el Decreto 579 de abril de 2020 prohíbe los desalojos hasta el 30 de junio, y señala que se deben establecer acuerdos de pago viables para quienes no puedan hacerlo durante la pandemia.
7.
Hasta ahora, no le ha llegado ninguna de las más de 2 millones de ayudas que la Alcaldía de Bogotá dice haber entregado a los ciudadanos de estratos 1, 2 y 3. Tampoco ninguna de las 474 mil 810 transferencias monetarias que el gobierno nacional dice que ha entregado en Bogotá. Isenia Josefina se escapó de las cuentas oficiales y de la memoria de sus empleadores. Por eso, ha pensado regresar a Venezuela, donde al menos podría librarse del pago de la renta y asegurar el cuidado de su hija.
Pero dice que esperará un poco, quizá un par de meses más. Todavía tiene esperanzas de que Colombia sea para ella un lugar en el que pueda vivir mejor.
Leonardo Polanco abandonó Venezuela, con su esposa Sorangel y su hijo Cristhian, en 2019. Al decretarse la cuarentena y encontrarse sin trabajo y sin poder pagar el arriendo, decidió que era hora de volver a su país. Fue un regreso tortuoso y con un desenlace fatal, que hoy le hace arrepentirse de haber migrado a Colombia.
Mi nombre es Leonardo Polanco. La madrugada del sábado 11 de abril de 2020, mi esposa Sorangel y yo cargamos un par de maletas, unos morrales, y junto a Cristhian, nuestro hijo de 3 años, emprendimos el regreso a Venezuela. Sabíamos que sería difícil, pero estábamos convencidos de que volver al país era la mejor opción. Ya no podíamos seguir en Santa Marta, Colombia.
Allí vivíamos desde que en 2019 dejamos nuestra casa en Mariara, en el estado Carabobo. Sorangel quería migrar a Santa Marta, porque ahí estaba parte de su familia. Yo, al principio, no estuve muy animado, porque tenía la experiencia de haber vivido en Ecuador y no me gustó. Pero estaba desempleado desde 2018 y, con un niño pequeño al que mantener, entendí que lo mejor era irnos.
Al llegar a Colombia, empecé a vender verduras. Como no me fue bien, comencé en un autolavado. Lo que ganaba me alcanzaba para pagar los servicios y el arriendo. Cuando llegó la pandemia del nuevo coronavirus y anunciaron la cuarentena, quedé sin trabajo. No llegaron a desalojarnos de la casa donde vivíamos, pero ya el dueño estaba a punto de hacerlo. Debíamos pagar el alquiler y no teníamos con qué.
Nos tocó un camino difícil desde Santa Marta a Venezuela. Una travesía. Gastamos lo poco que teníamos en los pasajes para llegar hasta Maicao, un departamento de La Guajira en la frontera con Venezuela. Allí pasamos la noche.
Después comenzamos a caminar. Teníamos sed y hambre. Lo poco que teníamos se lo dábamos al niño. Cristhian traía en sus manos un peluche que le habían regalado. No lo soltaba. Mientras caminábamos, un amigo que iba con nosotros y se había adelantado un poco, se detuvo a descansar y grabó un video donde nos vemos Sorangel, el niño y yo.
Ese es el recuerdo que me queda de este viaje que nunca debió ser.
Pasamos un día caminando. Llegamos a Paraguachón, más cerca de Venezuela.
No nos querían dejar ingresar a nuestro país, nos dijeron que por el confinamiento. Un guajiro nos dijo que nos ayudaría a pasar por una trocha, aunque no tuviéramos dinero para pagarle. Que lo hacía por el niño. Duramos casi 20 minutos caminando por ese monte.
Después de ese trecho tan peligroso, por fin, entramos a Venezuela.
Ya era lunes 13 de abril. Nos recibieron policías venezolanos y nos dijeron que pasáramos por un punto de atención. Me pidieron mis documentos. Ya eran como las 5:00 de la tarde. Allí nos hicieron la primera prueba de la covid-19.
Al siguiente día nos llevaron hacia Carrasquero, una población del municipio Mara en el estado Zulia, donde había otro refugio en el que debíamos cumplir la cuarentena: todas las personas que retornan de Colombia deben estar entre 5 y 14 días en centros de confinamiento.
Estábamos en una escuela grande. Compartíamos un salón con cinco personas. Allí estuvimos ocho días, hasta que nos dijeron que nos enviarían a nuestros estados, donde terminaríamos de cumplir la cuarentena. Nos hicieron subir en un autobús grande, de dos pisos. Algunos iban hacia el estado Yaracuy y el resto a Valencia, en Carabobo. Recuerdo que pasamos por el puente sobre el lago de Maracaibo. Vi que mi esposa y mi hijo estaban dormidos y me dormí.
Pero al cabo de un rato, sentí como si estuviéramos cayendo al lago.
El bus daba muchas vueltas.
Fueron segundos, cinco o seis segundos que se me hicieron eternos y a la vez muy rápidos.
Abrí los ojos. Vi las maletas y los bolsos regados. Los asientos despegados. Las personas tiradas en el piso. Yo buscaba a mi esposa y a mi hijo, pero no los veía. Casi a mi lado, vi a un muchacho agonizando. Falleció ahí mismo.
Cuando finalmente ubiqué a mi esposa y al niño estaban como dormidos. A ella le cayó encima un aire acondicionado del bus, tenía un golpe en la cabeza, sangraba por los oídos. Cristhian estaba sobre ella. La gente veía que el bus estaba derramando gasoil. Un compañero de viaje me ayudó a sacar al niño y se lo llevó porque yo tuve una lesión en la columna y me costaba moverme. Me quedé con Sorangel. Le hablaba: le decía que despertara, le movía las manos, la pellizcaba. Pero no reaccionaba.
Le tomé el pulso y me di cuenta de que había fallecido. Ahí entendí que no podía hacer nada por ella.
El amigo me ayudó a salir y me fui hasta la carretera donde estaban los demás heridos y mi hijo, que lloraba.
Lloré.
Al día siguiente nos pidieron que nos volviéramos a montar en un bus y nos dejaron en la Villa Olímpica del estado Carabobo, que convirtieron en un centro de confinamiento para quienes llegamos del exterior. Nos hicieron otra prueba de la covid-19 y, cinco horas después, nos llevaron a la casa en Mariara, a unos 35 minutos de allí. Cuando llegamos, a mi hermano ya lo habían llamado de la gobernación del Zulia para darle información sobre el cuerpo de mi esposa. La trasladaron a la casa y la velamos ahí. Tuve que pedir dinero prestado para pagar el hueco en el cementerio.
Hoy vivo un duelo profundo. Irnos a Colombia es el error más grande que he cometido en mi vida. Aquí estoy, solo con Cristhian. Él juega con el peluche que nos acompañó durante todo el camino. Siempre pregunta por su mamá. Él mismo se responde, dice que se quedó dormida en el bus. La extraña. Y yo también.
Rafael Suárez llegó a Bogotá en 2018 y desde entonces trabaja como rappitendero. Pasa el día recorriendo con su moto las calles de la capital colombiana. La covid-19 ha disminuido sus ingresos, lo cual le preocupa porque debe enviarle parte de lo que gana a su familia en Venezuela.
Luego de que se decretó la cuarentena en Colombia, duré dos semanas y media sin salir. Le tenía miedo a la calle. Siempre hay nervios, uno se pregunta dónde estará metido ese virus. Pero tenía que seguir pagando el arriendo y no tenía comida. Así que me tocó volver a mi rutina. Yo trabajo en Rappi. Soy rappitendero.
Todos los días llego al parque de la 93, en el norte de Bogotá, a eso de las 9:00 de la mañana. Lo hago de domingo a domingo, sin descanso. Allí, en la acera, nos sentamos varios venezolanos, expuestos al sol, al agua y a que nos roben, esperando a ver si sale algún servicio. Funciona así: cuando la gente compra a través de la aplicación Rappi, nosotros vamos a los locales, retiramos el producto y se lo llevamos a los compradores hasta donde estén. Y por cada viaje recibimos un porcentaje de la venta. Pero por la cuarentena, las jornadas están muy suaves: a veces llega el mediodía y no ha salido nada.
En Rappi no contamos con baños ni siquiera para lavarnos las manos. Tampoco con un lugar para alimentarnos de forma digna. Tenemos que pagar por esos servicios en locales. Ahora con la cuarentena, en muchos no nos permiten entrar. No sé si es que creen que los vamos a infectar. Si es así, están equivocados. Nosotros llegamos a los mercados o a los restaurantes y nos echan alcohol en las maletas y en la ropa, y siempre llevamos nuestro antibacterial, los guantes, el tapabocas. A veces los suministra Rappi, pero casi siempre somos nosotros quienes los compramos. Sabemos que no podemos ponernos en riesgo.
Estoy todo el día en la calle, a veces casi hasta la madrugada, y me encuentro con mucha gente, gente que probablemente hizo viajes o estuvo en contacto con personas infectadas por el virus. Yo ando en moto, por suerte. Algunas veces recorro 30 kilómetros; otras, 60. Si el día está bueno, completo 25 o 30 servicios. Al comienzo, cuando llegué a Bogotá, en enero de 2018, atravesaba la ciudad en bicicleta. En las noches llegaba a la casa molido, desmoralizado.
Es un trabajo arduo al que a veces hay que sumarle el asunto de la xenofobia: nos encontramos con gente buena, pero también con personas que nos discriminan por ser venezolanos o que simplemente tuvieron un mal día y no son amables. A veces nos tratan mal porque los servicios no llegan a tiempo, a pesar de que nosotros vamos a toda velocidad, y los retrasos son responsabilidad de los locales, del tráfico, de los semáforos. Y esos que tratan mal saben que lastiman más si usan nuestra nacionalidad como un insulto.
Que yo sepa, ningún compañero rappitendero se ha enfermado de covid-19. Mi primo, con quien vivo y trabaja en lo mismo que yo, dice que tampoco. En nuestro barrio, en La Estancia, en el sur de la ciudad, hay mucha precaución: no te dejan pasar a las tiendas si no tienes tapabocas, y en cada entrada hay gel antibacterial. En nuestra casa también somos precavidos. En la entrada tenemos un litro de alcohol, y con eso mojamos los pantalones y la chaqueta. Los zapatos los dejamos afuera.
Últimamente las semanas están malas. Apenas gano 200 o 300 mil pesos, que son menos de 80 dólares. Antes de la pandemia había semanas en las que hacía unos 500 mil. Es decir, son cerca de 40 dólares que echo en falta. Porque parte de mis ingresos los espera mi familia en Barquisimeto, en el occidente venezolano.
Mi papá es policía de inteligencia jubilado, y mi mamá, maestra. Pasan mucha necesidad para buscar comida. Los precios son altísimos. A uno no le cabe en la cabeza que la gente tenga que trabajar todo el mes y lo que ganan no les alcance para las cenas de una semana.
En Venezuela tenía estabilidad como empleado en Empresas Polar. Primero en camiones, luego en producción y por último como vendedor. En Barquisimeto podíamos confiar en la policía, y no había tanto robo ni problemas. Y yo vivía bien, en una ciudad bonita. Pasaba el rato en una plaza y jugando fútbol con los panas. Es la mejor vida que pude haber tenido. Pero todo eso, con los años, se fue viniendo abajo.
Ahora, en Bogotá, solo me dedico a trabajar. Tengo tres meses que no sé qué es estar en casa viendo televisión o hablando con mi primo. A diario, regreso como a las 10:30 de la noche. Como, me ducho y me quedo dormido. Al día siguiente, la misma historia.
Lo bueno es que me gusta recorrer Bogotá, ver sus estructuras, los cerros verdecitos, los edificios modernos en el norte. A veces me detengo un rato allá arriba, en la avenida Circunvalar, a respirar y a mirar la ciudad completa. Y entonces pienso en eso que me mantiene aquí: en un lugar tan grande, es imposible que no haya algo mejor para mí.
Llamémoslo Marco, aunque este no es su verdadero nombre. Es un joven que desde hace 7 años vive con VIH y nadie en su familia lo sabe. Migró a Colombia en 2017, con la idea de trabajar y tener la seguridad de que podría tomar su tratamiento antirretroviral, que en Venezuela ya escaseaba. Pero, al cabo de dos años, sintió que necesitaba un abrazo de su gente, así que volvió a su país por unos meses. Entonces llegó la pandemia y torció su plan de volver a Cali. Él mismo nos relata su historia.