Charly Hermoso pasó de ser el chef principal de una posada en Los Roques a viajar por tres ciudades de Francia para cocinarles a turistas que había conocido en el archipiélago venezolano. Después de la muerte de su padre, decidió instalarse en Bogotá. Allí tiene un foodtruck, su negocio propio que, por el confinamiento, se vino a pique.
Tengo 10 años trabajando en el área de gastronomía, pero soy empírico. Hace como 8 años fui dos veces seguidas a participar en un evento anual en Francia. Estuve en París, Lyon y Montélimar. Medio hablaba inglés y lo machucaba como podía. Andaba con dos señores, a quienes les cocinaba para donde fueran. “Mira, pa’ que le lleves a tu mamá, que sabemos que le hace falta esto”, me decían. Los había conocido en Los Roques, el archipiélago venezolano, donde viví 5 años. Era el chef principal de la Posada Caracol y también trabajé en la casa de Julio Borges, donde atendía personalmente a sus amigos.
Los vuelos a Francia salían desde El Dorado, Bogotá. Por eso conocí esta ciudad hace ocho años. En el segundo de esos viajes, un amigo venezolano que estaba aquí me dijo que tenía un trabajo para mí. Entonces fui a Venezuela, hice algunas cosas y, después de la muerte de mi papá, me vine a Colombia.
Cuando llegué, el restaurante donde iba a trabajar lo habían derribado para construir una escuela. “Si yo te hubiera dicho, no te hubieras venido”, me dijo mi amigo. Pero me quedé. Aquí lavé baños y pocetas, y recibí bastantes gritos, todo para volver a echar raíces. Aunque siempre me la llevé bien con mis jefes, quería
independizarme.
En 2017, mi novia tenía el dinero para invertir en un negocio y yo el conocimiento para hacerlo. La mamá nos prestó el dinero, compramos un foodtruck, pero no teníamos para pagar materiales, mercancía, el rotulado del carrito. Tuve que seguir trabajando un buen tiempo en restaurantes para poder invertir. Tenía una jornada de 7:00 de la mañana a 5:00 de la tarde; y luego me iba en la bicicleta a otro sitio donde hacía turno desde las 6:00 hasta las 2:00 de la madrugada.
Y así, en diciembre de ese año, pudimos inaugurar nuestro foodtruck. Decidimos ponerle Gustelos, en homenaje al restaurante Gusteau de Francia.
Ese carro costó 10 millones de pesos, unos 2 mil 700 dólares. Y lo perdí cuando más adelante terminé con mi novia. Quedé en pagarle, pero cuando ella me vio saliendo con una nena nueva, se lo mandó a llevar con una grúa. Más nunca la vi. Duré como mes y medio sin trabajar, hasta que el publicista que me había rotulado el carro le pidió un préstamo a la tía y juntos compramos un foodtruck hecho a mi medida.
Con este segundo carro vendía más porque nos reinventamos. Era de comida venezolana fusionada con productos colombianos. Yo hacía mi carne, mis salsas. Vendía hamburguesas, cachapas, arepas, papas a la francesa, criollas, pepitos, jugos naturales, tequeños.
Tenía que pagar seis cuotas, cada una de 1 millón 400 mil pesos, es decir, unos 360 dólares. Era un préstamo “gota a gota”. Cualquier persona a la que tú le hables de un “gota a gota” te va a decir que no te metas en eso, porque son préstamos con intereses altos que derivan en usura, robo, lavado de dinero y agresiones. Pero lo asumí porque tenía la certeza de que mi negocio me daba para pagar la deuda y además pagar el arriendo y los servicios. Dos de los tres empleados viven conmigo; nos mudamos a un apartamento más grande en Usatama, el barrio donde trabajamos, en el centro de Bogotá. En meses las ventas aumentaron 30 por ciento. En marzo de 2020, iba a terminar de pagar mi última cuota.
Pero llegó la cuarentena y tuvimos que cerrar.
Ya no pude seguir pagando nada.
Ni siquiera tengo para pagar una parte.
Pasé de hacer 1 millón 300 mil pesos a la semana a hacer 100 mil: de poco más de 330 dólares pasé a producir 27 dólares.
Uno de los muchachos trabajaba por horas en Rappi, una empresa que hace despachos a domicilio, y ahora lo hace a tiempo completo. El otro dejó de producir dinero. Con nosotros vive un electricista, pero ahorita no tiene para pagar el arriendo.
La tía del publicista que me prestó el dinero se enojó, pero por lo menos ahí quedé en stand by, porque entendió que no podía pagarle ahorita. La cancelación del arriendo donde tengo el carro estacionado también me lo suspendieron. Lo que sí tenemos que pagar es el arriendo del apartamento, que es de 1 millón 300 mil pesos. El dueño conoce mi negocio; sabe que yo trabajo y que de nuestra parte está toda la intención de pagarle poco a poco. Hace poco pagamos el gas, que era lo que nos iban a cortar. Pero ya tenemos otro servicio que nos van a suspender y estamos viendo cómo hacer.
Tengo una buena clientela y he movido el Whatsapp: pongo estados diciéndole a la gente que estamos trabajando desde casa, ofreciendo un menú más limitado. El Día de la Madre me fue bien y usamos la bicicleta de uno de mis compañeros para hacer las entregas a domicilio. Ellos salieron con sus tapabocas, guantes negros, con el bolsito de Rappi que nos prestaron. Yo antes solo atendía a los del barrio y los domicilios los hacía a pie. Pero ahora amplié un poquito más el área de cobertura porque hay más necesidad.
Quiero que se levante la cuarentena para seguir trabajando. Uno se fastidia y extraña a sus clientes. Extraño mucho cocinar porque siempre había alguien ahí, la gente llegaba a buscarme a mí, a hablar conmigo.
A pesar de que este mes no tuve para mandarle a mi mamá, que vive con la más pequeña de mis cuatro hermanas en Venezuela, mi vida en Colombia ha tenido muchos éxitos. Llegué a Bogotá con 50 euros nada más, y siempre he tenido que lucharla, cayendo y tropezando. Pero he ido pa’ lante.
En algún momento quisiera vivir cerca del mar. Donde pueda seguir manejando mi negocio. Tener un local que sea centro de producción y así poquito a poquito ir
expandiéndome y vender franquicias. Yo, con constancia y dedicación, quiero llegar hasta el infinito.