Venezuela ejerció durante décadas una política de puertas abiertas hacia los migrantes que la eligieron como destino. Colombia, mientras tanto, vio partir a millones de sus ciudadanos hacia otras tierras, huyendo de la pobreza y la violencia. Estos roles se han invertido y explican, en cierta medida, el desafío institucional que representa la llegada de 1,8 millones de venezolanos al país vecino. Las grietas en su atención se han acentuado durante la pandemia. Muchos de ellos sobreviven como parias, desprovistos de derechos a ambos lados de la frontera.
El corazón de su hijo fallaba otra vez. Angustiada en su casa al norte de Bogotá, el 30 de marzo de 2020 Mirna Albarracín, una venezolana de 38 años que lleva dos en Colombia, llamó al servicio de emergencias para pedir una ambulancia.
—Mi niño es cardiópata de nacimiento y tenía tres días con fiebre.
Los paramédicos examinaron a Dylan, de 10 años, y descubrieron que su nivel de oxígeno en la sangre era bajo. En una ciudad ubicada a 2 mil 600 metros de altura, donde respirar cuesta, este síntoma podía ser de cuidado. Además el niño presentaba una arritmia cardiaca. Tenían que llevarlo a un hospital, pero el traslado no se realizó.
—La Secretaría de Salud me lo negó —dice Mirna.
Sin seguro médico ni cobertura de ningún tipo, su hijo Dylan tuvo que seguir en casa con malestar. Ella estaba frustrada, pero no sorprendida.
—En el tiempo que tenemos aquí no he logrado que lo vea un cardiólogo. Él tenía su tratamiento en Venezuela, pero acá, nunca.
Mirna vivía con sus dos hijos en Valencia, a 160 kilómetros de Caracas. Allá tenía un apartamento y un empleo, pero sus ingresos no alcanzaban para atender la alimentación y los cuidados permanentes de Dylan.
—En su última recaída ya no se conseguían los medicamentos. Tuvimos que pedirlos a Estados Unidos. Después se quedó sin sus médicos de cabecera porque ambos emigraron. Ahí decidí irme.
La familia de Mirna, sin ingreso permanente ni ahorros, espera ahora los salvoconductos que los identificarán como refugiados en Colombia. Pero el trámite, aprobado y en curso, no les ha servido para inscribirse en el Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (Sisbén), que podría darles por fin acceso a la salud sin tener que pagar un seguro obligatorio cada mes.
Varias veces lo han necesitado. En julio de 2019, mientras jugaba en el colegio, Dylan se cayó y terminó con una herida que pedía sutura. Su madre lo llevó al hospital, donde lo rechazaron con desdén. “Otro venezolano más”, se quejó una enfermera. Mirna no advirtió la ironía, pero el edificio donde fueron discriminados lleva justo el nombre de otro venezolano más: Hospital Simón Bolívar.
Un fallo de la Corte Constitucional colombiana ordenó al Estado, en junio de 2018, garantizar a los migrantes su derecho a la salud. Pero en muchos casos la orden no se cumple. La cuarentena decretada por el presidente Iván Duque para contener la covid-19 ha sumido a esta población en una vulnerabilidad mayor. Según cifras de Migración Colombia, los venezolanos en este país suman 1,8 millones.
El flujo de personas desde Venezuela hacia Colombia se disparó a partir de 2015, impulsado por la erosión social que el régimen de Nicolás Maduro ha acentuado. Cinco años después, las autoridades colombianas todavía atribuyen a una falta de preparación las fallas que existen en la asistencia de los inmigrantes.
Algo de razón les asiste. Colombia fue siempre un país expulsor, que mandó a millones de sus ciudadanos hacia otras tierras, ahuyentados por la desigualdad y la violencia. Ahora, con el deterioro al otro lado de la frontera, el país ha tenido que convertirse en anfitrión.
“En 2019 terminamos con 217 mil niños venezolanos en el sistema educativo. Y entre enero, febrero y marzo pidieron cupo 100 mil más. Hemos repartido 130 mil mercados en 70 municipios priorizados”, dice.
Felipe Muñoz, asesor de la Presidencia para la migración desde Venezuela, recita los esfuerzos que el gobierno colombiano ha hecho junto a la cooperación internacional para atender a los migrantes. “En 2019 terminamos con 217 mil niños venezolanos en el sistema educativo. Y entre enero, febrero y marzo pidieron cupo 100 mil más. Hemos repartido 130 mil mercados en 70 municipios priorizados”, dice. Incluso han entregado dinero a las familias para pagar los alquileres y evitar los desalojos, que se han vuelto comunes durante la cuarentena.
Pero miles de venezolanos decidieron regresar a su tierra. Solo durante la primera semana de aislamiento, según Migración Colombia, 27 mil migrantes emprendieron el camino de vuelta: la mayoría en buses; algunos a pie. Muchos vivían en condiciones precarias, sobrevivían con trabajos informales que la cuarentena volvió inviables. Más de 76 mil han vuelto a Venezuela entre el 14 de marzo y el 15 de junio para huir de la crisis generada por la pandemia, y otros 24 mil están a la espera en territorio colombiano para poder pasar.
Es probable que la xenofobia también los haya empujado. En tiempos extremos, cuando la supervivencia está en disputa, los nacionalismos se acentúan. El rechazo hacia los venezolanos en suelo colombiano creció entre febrero y abril, según reveló una encuesta de la firma Invamer. El 87 por ciento de los consultados dijo que prefería mantener cerrada la frontera después de la cuarentena, para evitar la llegada de nuevos migrantes.
La precariedad en la que viven todavía cientos de miles de migrantes en Colombia, y la presión que ejercen sobre el Estado, son desafíos institucionales que podían evitarse. Así lo piensa Lucía Ramírez Bolívar, coordinadora de investigaciones en migración de Dejusticia, un centro de estudios jurídicos y sociales que lleva varios años trabajando en el caso venezolano.
—Esta situación es una consecuencia de no haber pensado en la migración como un fenómeno complejo y de largo plazo. Deben existir rutas de regularización permanentes, flexibles, con un enfoque de derechos humanos, que permitan a los migrantes establecerse e integrarse.
—Esta situación es una consecuencia de no haber pensado en la migración como un fenómeno complejo y de largo plazo. Deben existir rutas de regularización permanentes, flexibles, con un enfoque de derechos humanos, que permitan a los migrantes establecerse e integrarse.
Esas rutas, explica Ramírez, deben empezar por lo básico: el derecho a contar con un estatus migratorio regular. Si los venezolanos en Colombia no consiguen sus documentos de forma eficaz, se vuelve difícil para ellos acceder a un empleo. Y para sus hijos, luego, se puede limitar también la posibilidad de ser atendidos en cualquier centro de salud, como le ocurrió a Mirna Albarracín con su hijo Dylan. Es una cadena. Sin documentos en regla, los migrantes se convierten en parias: una multitud invisible.
En diciembre de 2019, según Migración Colombia, el 58 por ciento de ellos estaba en situación irregular. Y en mayo de 2020 apenas ha disminuido a 56.6 por ciento.
—El último esfuerzo de identificación de la población migrante, independientemente de si entraron o no regularmente al país, fue el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, que se hizo entre mayo y junio de 2018 —cuenta Ramírez—. Ahora hay medidas humanitarias que se quieren implementar, pero el Estado no tiene identificada a la población, y así no puede llegar a ella.
Según la abogada, existe entre las autoridades locales un desconocimiento sobre las competencias de Migración Colombia, una institución de control migratorio encargada de los trámites, los permisos de permanencia y la vigilancia de las fronteras. También puede coordinar apoyo logístico para la población migrante, pero no existe en el país una institución con todas las herramientas de respaldo social que exige este fenómeno desmesurado.
Porque hay varios frentes que atender. Es preciso asegurar la atención humanitaria, garantizar refugio a los sintecho y proveer alimentación. Sin esta red de seguridad, los retornos difícilmente cesarán.
Al equipo de Dejusticia le preocupa este regreso masivo de migrantes impulsado por la pandemia. “Porque es voluntario entre comillas”, dice Ramírez. Es escoger entre miserias. Si estas personas tuvieran acceso a alimentación y un techo, de pronto no se irían. Están tomando decisiones desesperadas.
Si el virus se controla y la cuarentena pasa, es probable que los migrantes vuelvan a Colombia. Entonces el problema de fondo, su permanencia sostenible en este país, seguirá sin resolverse. Y el ciclo volverá a empezar. Cortarlo implica un esfuerzo de toda la sociedad colombiana. Construir una red amplia que sostenga a quien lo necesite.
—Sabemos que es difícil. Por eso en Dejusticia presentamos una demanda al Estatuto Tributario. Porque la respuesta es lograr una mayor redistribución de los recursos que permita a todas las personas acceder a un mínimo vital. No se puede excluir a los migrantes en una situación de emergencia. Todos somos humanos y tenemos derechos.
—Sabemos que es difícil. Por eso en Dejusticia presentamos una demanda al Estatuto Tributario. Porque la respuesta es lograr una mayor redistribución de los recursos que permita a todas las personas acceder a un mínimo vital. No se puede excluir a los migrantes en una situación de emergencia. Todos somos humanos y tenemos derechos.
La crisis de la pandemia puso a los migrantes venezolanos en el mayor de los aprietos: entre la espada y la espada. No hay pared. Decenas de miles, desde diversos rincones de Colombia; desde Perú y Ecuador incluso, tuvieron que escapar cuando su permanencia en estos lugares se volvió insostenible. Ahora vuelven a su tierra, donde los espera la crisis original que los convirtió en una multitud errante.
En Colombia varios funcionarios, entre ellos la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, han pronunciado discursos que podrían calificarse como xenófobos. O al menos como discriminatorios, pues atribuyen a los venezolanos dificultades casi insalvables que complican la atención de los colombianos más afectados por la pandemia.
Pero fue en Venezuela donde se propagó con mayor impunidad este discurso. En pocos días el fiscal general, designado por la Asamblea Nacional Constituyente, Tarek William Saab, dijo en Twitter que el regreso forzado de los
migrantes era un asunto de karma: una suerte de escarmiento para aquellos que habían abandonado su casa. Nicolás Maduro calificó a los retornados de “arma biológica” y acusó a Iván Duque de infectar con ellos a Venezuela.
—A principios de abril alertamos sobre la posibilidad de que el gobierno venezolano justificara el aumento de los casos de covid-19 como consecuencia de la migración.
Para Rafael Uzcátegui, coordinador general del Programa Venezolano de Educación y Acción en Derechos Humanos (Provea), el estigma era también previsible.
—A principios de abril alertamos sobre la posibilidad de que el gobierno venezolano justificara el aumento de los casos de covid-19 como consecuencia de la migración.
El resultado es una victimización doble. Más de 5 millones de venezolanos dejaron su territorio en busca de oportunidades. Los más vulnerables vagaron por varios países de Latinoamérica y fueron desacreditados por su gobierno, que los llamó traidores. Ahora, forzados a regresar, son maltratados de nuevo.
—Los militares los responsabilizan por devolverse, por traer la enfermedad, por afectar la imagen de Venezuela. Es decir, son culpables de todo. Y son personas que vuelven en una situación tan dramática como la que vivían cuando se fueron —dice Uzcátegui.
Los migrantes retornan agotados, maltratados; con secuelas emocionales y físicas. Cuando llegan a su país deben pasar varios días en sitios de retención que no cuentan, según Provea, con la infraestructura sanitaria adecuada. Tampoco hay suficientes médicos para atenderlos. Se trata, cuenta Uzcátegui, de refugios improvisados, manejados por militares, cuyo único propósito es mantener a la gente aislada. “No hay conocimiento ni capacitación para tratar a las personas en esas circunstancias”, dice.
Tomás Guanipa, embajador en Colombia designado por Juan Guaidó, dijo que Nicolás Maduro había instalado “campos de concentración” del lado venezolano, en las poblaciones de Tienditas y San Antonio del Táchira. Al llegar allí, los migrantes se han encontrado con unas instalaciones insuficientes y al borde del colapso.
Algunos han desaparecido en las trochas. Otros se han quejado por el maltrato, pero la sola denuncia implica un riesgo. La represión se ha intensificado durante la cuarentena en Venezuela. Según el Foro Penal, una organización que presta asistencia jurídica a encarcelados de forma arbitraria, 99 personas han sido detenidas con fines políticos desde el mes de marzo en este país. La situación en la frontera es tan extrema que ha enfrentado a venezolanos contra venezolanos.
—Hay poblaciones donde ven a los retornados como competidores frente a los pocos recursos que hay. En Táchira y en La Guajira hemos visto brotes. Los venezolanos cuestionan que se reciba a otros venezolanos en estas circunstancias —cuenta Uzcátegui.
—Hay poblaciones donde ven a los retornados como competidores frente a los pocos recursos que hay. En Táchira y en La Guajira hemos visto brotes. Los venezolanos cuestionan que se reciba a otros venezolanos en estas circunstancias —cuenta Uzcátegui.
A los mecanismos de control impuestos por el autoritarismo en Venezuela, se han sumado las limitaciones de la cuarentena. Las organizaciones de derechos humanos han reducido su margen de acción y las posibilidades de incidir sobre los hechos. Ahora solo pueden ser testigos y reporteros de los abusos.
—Hacemos informes para dejar registro de lo que está pasando. Informamos al Alto Comisionado de las Naciones Unidas, al relator especial sobre los Derechos Humanos de los Migrantes, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y a organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional.
Según el coordinador de Provea, el objetivo es contar con pruebas para actuar y buscar justicia en el futuro. Porque habrá uno después de la pandemia.
Venezuela ejerció durante décadas una política de puertas abiertas. Cualquier extranjero que decidiera establecerse en ese país debía superar pruebas mínimas. Todos eran bienvenidos. Migrantes que huían de las dictaduras del Cono Sur, o europeos que intentaban sobrevivir a la posguerra, encontraron refugio en esta república hospitalaria y expansiva. Millones de colombianos también encontraron cobijo.
Pero en este caso el trato fue distinto. Durante los años 70 y 80 era común encontrar titulares xenófobos en los periódicos que atribuían a la migración colombiana diversos problemas de seguridad: robos, sicariato, narcotráfico. La frontera con Colombia, desde entonces, fue vista como un borde peligroso. Una consecuencia indeseable fue la militarización de esa línea imaginaria.
—Siempre se consideró la frontera como un lugar donde había que aplicar mano dura para evitar todos los problemas y riesgos —recuerda el jesuita Eduardo Soto—. Se entendía que todo lo malo venía de la frontera.
Soto vive en Caracas y dirige el Servicio Jesuita de Refugiados. Desde que comenzó la crisis generada por la pandemia, él y sus colegas han trabajado para mitigar los efectos sobre la población más expuesta. Pero han encontrado obstáculos en la frontera. Porque allí, dice, cualquier movimiento está subordinado a la autoridad militar. Y los efectos de la cuarentena, con la frontera cerrada, generan dinámicas complejas que no pueden abordarse solo desde el punto de vista bélico o de seguridad.
—Lo correcto sería coordinar fuerzas y saberes para atajar esta situación. Para atender a esta gente como lo merece y lo necesita. No podemos verlos como los están viendo, como si fueran un arma biológica. Son familias; seres humanos que perdieron todo en el país que los recibió y se ven en la necesidad de regresar al suyo.
Un país deteriorado, admite Soto. Pero que aún conserva para los retornados una red de solidaridad que incluye a familiares, amigos y vecinos. Gente dispuesta a darle techo o comida al recién llegado que lo necesita con urgencia mientras pasa la cuarentena.
—Después verán si se devuelven o no —dice el sacerdote.
Pero más allá de esa red, los venezolanos, migrantes reincidentes, cuentan con poco más. Cuando cruzan la frontera y ponen un pie en su país, sus necesidades siguen desatendidas. El Estado venezolano, que debería combinar distintas formas de atención y convocar a todos aquellos dispuestos y capacitados para ayudar, mantiene a través de la fuerza el monopolio de la atención.
Ahora, además, el régimen de Nicolás Maduro ha restringido para los migrantes el acceso a su país: solo 400 personas pueden cruzar cada día, tres veces por semana.
—¿Por qué no dejan que las organizaciones humanitarias o la iglesia entren para acompañar a esa gente, como en todos los campos de refugiados? —se pregunta Soto—. ¡No son delincuentes!
Los jesuitas en la frontera también han limitado su trabajo. Las redes de iglesias se han activado en las parroquias a ambos lados para ofrecer acompañamiento y asesoría jurídica; o para entregar artículos de higiene personal.
—Estamos tratando de dotar algunos hospitales y centros asistenciales, porque nos han manifestado esa necesidad. Y atendemos a mujeres gestantes y a pacientes crónicos porque sabemos que son los más vulnerables ante un posible contagio —dice.
Durante sus intervenciones en la frontera, los sacerdotes no han recibido maltrato de los militares, aclara Soto. Pero sí un trato distante que evita el diálogo y limita la colaboración. Los retornados, en tiempos de apuros diversos, vuelven a casa y se topan con una puerta maciza que deben abrir con ganzúa.
Mirna y su hijo no están del todo desprotegidos. El mismo 30 de marzo, cuando le negaron a Dylan el traslado a un hospital, ella llamó a la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), donde la remitieron a la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de Los Andes. Desde 2019 este grupo asesora a personas con necesidades de protección internacional.
Laura Dib, una abogada venezolana que vive en Colombia también desde hace dos años, trabaja en la Clínica Jurídica y explica que la vulnerabilidad de los migrantes se ha acentuado durante la cuarentena. Un tercio de los casos que ellos acompañan son por falta de garantías en el acceso a la salud. A estos reclamos se suman otros por educación, refugio y nacionalidad.
—En este momento tenemos otro caso muy duro de una persona que tuvo un infarto. Sin saberlo se acercó a una clínica privada, donde le dieron una pequeña atención en urgencias. Después lo obligaron a pagar una parte y a firmar un pagaré por el resto, bajo la amenaza de llamar a Migración Colombia para que lo deportara.
Unos días después de esta charla, Rusbel Riascos, el paciente cardíaco, falleció durante una nueva cirugía. Su caso dramático, por desgracia, es uno de tantos que arriesgan la salud lejos de casa. Miles de extranjeros, la mayoría venezolanos, viven bajo la indefensión y desprovistos de derechos en Colombia.
El 17 de marzo, unos días antes de que el gobierno decretara la cuarentena, Mirna recibió un correo de la Cancillería colombiana donde le anunciaban que los salvoconductos de refugiados para su familia estaban en trámite. Pero la pandemia congeló muchas diligencias, incluida esta. Las abogadas de la Clínica Jurídica introdujeron el 27 de abril una acción de tutela ante el juzgado 61 civil municipal por la violación del derecho a la salud, la vida y la seguridad social de Dylan.
En la tutela, Mirna argumentó que su familia no podía afiliarse al sistema de salud mientras los salvoconductos no fueran expedidos. Pero eso, argumentó, no debía privarlos de sus derechos fundamentales. La acción pretende dos medidas concretas: que atiendan la enfermedad cardiaca del niño y que lo afilien al Régimen Subsidiado de Salud. Un fallo a su favor sentaría un precedente y abriría una puerta para muchos otros migrantes que viven en Colombia sin atención médica.
Mientras la justicia decide, el chico sigue delicado.
—Ahora está mejor, pero estuvo muy mal después de las fiebres aquellas —dice Mirna. Ella, repostera de oficio, en los últimos dos años ha trabajado como mesera y limpiando apartamentos. Justo antes de que empezara la cuarentena, Mirna y su familia se habían mudado cerca de la Fundación Cardioinfantil. Una ubicación conveniente, siempre que a Dylan lo reciban en ese hospital si algún día lo necesita.
Mirna no tiene mayores esperanzas con la tutela, porque hasta ahora esa acción no ha conseguido que su hijo reciba la atención que necesita. Ella entiende que esa condición cardiaca no tiene cura, pero sabe que un tratamiento le puede garantizar una vida mejor. Justo lo que buscaba cuando dejó Venezuela.
El paso que comunica las dos naciones por Cúcuta y Arauca seguirá viendo oscilar el flujo de viajeros. El Observatorio Venezolano de Migración, una iniciativa de la Universidad Católica Andrés Bello, realizó una encuesta entre migrantes radicados en Perú, Colombia, Ecuador y Chile para evaluar el impacto de la pandemia. El 42 por ciento declaró que había perdido su empleo. Nueve de cada diez dijeron que sus ingresos habían bajado durante la cuarentena.
Esta crisis súbita afecta a los emigrados, pero también agrava la situación de sus familias en Venezuela, pues en gran medida dependen de las remesas que solían enviarles desde afuera. El Banco Mundial calcula una caída del 20 por ciento en los envíos de dinero este año, la mayor de la historia reciente.
Frente a este panorama de desprotección internacional —excluidos por distintos Estados, repelidos aquí y allá— es fácil prever un deterioro prolongado en las condiciones de vida de los migrantes. Urge asignar responsabilidades institucionales, ejercer un enfoque de derechos humanos y no uno punitivo en el tratamiento de estas personas. De lo contrario, los efectos permanecerán mucho tiempo después de superada la pandemia. El virus, de momento, solo ha atizado la fiebre. Y ha puesto en evidencia la gravedad de un diagnóstico cuyo tratamiento seguimos esperando.