Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus padres. En esa estadística entraron Elianys y sus cuatro hermanos cuando Yadira, su madre, partió a Colombia. Fue en febrero de 2020. Ya con trabajo y apartamento donde vivir, creía próximo el reencuentro con los suyos. Hasta que, apenas un mes después de su llegada, la pandemia convirtió su dolorosa separación en un sacrificio inútil.
La noche del 7 de febrero de 2020, los hermanos Carrillo Barradas no podían conciliar el sueño. El calor de Barquisimeto, en el centro-occidente de Venezuela, los tenía dando vueltas en la cama. Se había ido la luz una vez más. Pero, además, un gran giro en sus vidas, de esos que hacen que la mente no descanse, estaba por ocurrir.
A la mañana siguiente, ya no estaría ahí su mamá para hacerles el desayuno, para lavarles la ropa, ni para consentirlos a punta de apodos como mi espelucaíta, mi pelúa, mi perrito.
Habían pasado un par de horas desde que regresaron a la casa luego de despedir a Yadira, su madre, en la parada de carros que iban hacia el terminal de pasajeros. Cerraron la puerta de la casa y cada quien comenzó el duelo a su manera: Elianys, la mayor, se olvidó del mundo y se encerró en el cuarto a llorar sin consuelo; Wilmarys, de 17 años, se aguantó las lágrimas para intentar consolar a Jorge y Luisana, sus hermanos de 5 y 7 años; Wuilianny, de 15, preparaba comida a ver si una arepa con queso les ayudaba a olvidarse del dolor, o al menos del hambre.
A medianoche seguían llorando juntos en el único cuarto que quedó disponible luego de que su mamá, antes de salir, cerrara el principal para asegurar algunas cosas de valor. Y se durmieron abrazados pidiéndole a Dios que pudieran reencontrarse pronto.
Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus madres o padres, mientras estos intentan encontrar un futuro en otro país.
Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus madres o padres, mientras estos intentan encontrar un futuro en otro país. Es lo mismo que 37 mil 200 salones de clases de 25 estudiantes se hayan quedado vacíos. De esa estadística poblada de otras vidas pasaron a formar parte Elianys y sus cuatro hermanos.
A cientos de kilómetros de la casa, Yadira acompañaba ese llanto sentada en el bus que la llevaba a la frontera con Colombia. A su lado iba su sobrino, quien intentaba tranquilizarla: que usted no es mala madre, tía… que ellos saben por qué los dejó… que pronto se van a encontrar… que verá cómo todo al final vale la pena.
Ella misma se debatía entre la culpa y la justificación de su partida. La atormentaba la idea de dejar la carga de la familia sobre Elyanis, su hija de 19 años embarazada de tres meses. Aunque el plan inicial era que el papá se hiciera cargo, no tenía certeza de ello, pues él venía alejándose de los niños desde que se separaron, un año atrás. Tampoco sabía si podía contar con la ayuda de José Gregorio, su hijo mayor, quien vive cerca con su esposa y sus hijos, porque este tenía sus propias bocas que alimentar. Se preguntaba cómo iban a comer mientras ella lograba conseguir trabajo en Bogotá para mandarles algo.
Lo único que la mantenía sentada en esa silla del bus, firme en su decisión, era recordar su realidad en Venezuela: el salario de su trabajo de domingo a domingo como camarera de un hotel no le alcanzaba para acostar a sus cinco hijos con el estómago lleno en Los Cerrajones, un barrio detrás del aeropuerto de Barquisimeto, rodeado de invasiones con nombres como La Zamurera o la Bendición de Dios. Lo había intentado todo: caminar 45 minutos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa para ahorrarse los pasajes; vender empanadas por las noches; pedirle apoyo al papá de sus hijos. Aun así, sin importar lo que hiciera, el mercado quincenal no cambiaba mucho: algo de harina, pasta, arroz y caraotas.
Colombia parecía ser la única salida.
"El 8 de febrero amaneció en la casa de los hermanos Carrillo como un borrón y cuenta nueva. Las mayores se repartieron las tareas que, en el pasado —sí, 24 horas marcaban un cambio de era—, solía asumir la mamá con alguna ayuda voluntaria: una a lavar la ropa, otra a barrer el patio, la otra a hacer el desayuno.
El 8 de febrero amaneció en la casa de los hermanos Carrillo como un borrón y cuenta nueva. Las mayores se repartieron las tareas que, en el pasado —sí, 24 horas marcaban un cambio de era—, solía asumir la mamá con alguna ayuda voluntaria: una a lavar la ropa, otra a barrer el patio, la otra a hacer el desayuno.
Los pequeños de la casa, llorando, se acercaron a Elianys:
—¿Tú no nos vas a dejar solos como mi mamá y mi papá, verdad? —le preguntó Jorge, el menor.
Estaban en esas cuando sonó el celular que comparten entre todos. Era Yadira, quien se acababa de bajar del bus en el terminal de San Antonio del Táchira. Había recorrido 580 kilómetros. Antes de seguir su camino y cruzar la frontera, tenía que saber cómo habían pasado la noche sus hijos, qué habían desayunado, qué estaban haciendo.
—Mamá, no se preocupe, vaya tranquila que nosotros estamos bien, cualquier cosa nosotros le avisamos —le respondió Wilmarys en otro más de sus esfuerzos por transmitir calma.
—¡Devolvete mamá, te extraño! —gritaban desde atrás los chiquitos.
Yadira quiso agarrar un taxi y desandar las 13 horas de carretera desde Barquisimeto. Pero se aferró a su plan inicial, al que sería su futuro si contaba con suerte: llegar a Bogotá, conseguir trabajo con ayuda de sus hermanos —Zulay, Arnaldo y Richar, quienes llevaban ya dos años en Colombia—; mandar a traer a sus hijos pequeños en un par de meses y luego esperar a las mayores hasta que terminaran el año escolar en junio.
Salió de la cabina telefónica decidida a adentrarse en Colombia. Cruzó el puente Simón Bolívar y tomó el siguiente bus con destino a Bogotá. A diferencia de muchos de los más de 1,8 millones de venezolanos que han llegado a este país en los últimos años para empezar una nueva vida, Yadira tenía quien la recogiera en el terminal y la recibiera con un plato caliente.
Los primeros 15 días en la casa de su hermana Zulay, en el sur de la capital, los pasó encerrada, combatiendo el frío a punta de café y sin que la comida le pasara. Yadira se lo atribuyó a la ausencia de sus hijos, se decía que fue esto lo que le cerró el estómago y la hundió en la tristeza.
—Pon de tu parte y vas a estar bien. Mira que te vamos a ayudar a traerlos y pronto se van a reunir —le decía su hermana para animarla a salir con ella y sus amigas.
—Pon de tu parte y vas a estar bien. Mira que te vamos a ayudar a traerlos y pronto se van a reunir —le decía su hermana para animarla a salir con ella y sus amigas.
—No quiero, no quiero.
—Tienes que recuperarte, mira que aquí no es como en Venezuela, que uno puede ir a algún médico.
Los temores de Zulay no eran infundados. Partían del diagnóstico que había recibido Yadira hacía cinco años: tensión emocional. Frente a emociones muy extremas, su presión arterial podía dispararse y su cuerpo podía reaccionar muy mal, como ocurrió en diciembre, cuando se enteró de que Elianys estaba embarazada y se desmayó con una mezcla de rabia, decepción y culpa.
Con un año viviendo en Colombia, Zulay tenía claro que, aunque los hospitales están obligados a atender de urgencia a cualquier ciudadano, en la práctica no suele ocurrir con los migrantes sin papeles y sin plata.
Todo eso lo entendieron Elianys y Wilmarys cuando sus tíos las llamaron para contarles que su mamá estaba muy triste y para pedirles que le dieran ánimo. Las conversaciones dejaron entonces de incluir preocupaciones o quejas.
Los mensajes de WhatsApp y las videollamadas pasaron a iniciarse con saludos como este:
—Hola mamá, bendición. Estamos bien, gracias a Dios, vamos a comer, ¿tú ya comiste?
Por esos días Wilmarys omitió contarle a su mamá la frustración que sentía cada vez que sus hermanos menores la desobedecían. Elianys dejó de compartirle su miedo de criar a un hijo sola. Tampoco le contó que su hermano mayor seguía sin perdonarla por haber quedado embarazada. Ambas callaron cuando su papá dejó de quedarse con ellos por las noches y cuando sus visitas empezaron a volverse cada vez más esporádicas.
Quizá ese apoyo silencioso era el impulso que Yadira necesitaba para seguir con sus planes. Luego de un mes en Bogotá, consiguió trabajo por días en el asadero de pollos donde trabajaba su hermana; al poco tiempo se mudó a un apartamento en arriendo con la pareja que tenía en Venezuela, que llegó poco después. Ahí adaptó un cuarto para sus hijos con unas camas y unas colchonetas que le regalaron sus primas.
El reencuentro parecía acercarse.
Pero el 11 de marzo le llegó una noticia que derrumbó todos los esfuerzos de sus familiares por mantenerla sana.
Esa mañana encontró una nota de voz de una hermana que vive en Chile: “Yadira, ¿qué fue lo que pasó con el hijo de José que no entendí?”.
José Gregorio es el hijo mayor de Yadira y, poco antes de que ella viajara a Colombia, había nacido su bebé prematuro. Nadie le había contado a la abuela que, después de salir de la incubadora, el bebé tuvo problemas para respirar y lo internaron en cuidados intensivos. Nadie quería contarle tampoco que esa mañana sus pequeños pulmones no resistieron más.
Yadira se fue a la casa de una prima que vive a una cuadra, donde llegaba todas las mañanas a tomar café. Esta vez fue buscando respuestas.
—Buenos días…
Todos en la casa la miraron en silencio. Su prima Rosa la saludó, le ofreció una silla y se fue al cuarto para pensar qué decirle.
—¿Pasa algo, verdad? Le pasó algo al bebé y no me quieren decir —le dijo al verla regresar a la pequeña sala.
Ya no había cómo ocultar o suavizar la noticia. Yadira se desplomó en la silla y, cuando recuperó el aliento, corrió a su casa a armar el morral para devolverse a Barquisimeto. Pero entre los hermanos acá y los hijos allá terminaron por convencerla de que no valía la pena exponerse a cruzar sola la frontera.
Yadira cumplía su cuarto día de trabajo en el restaurante cuando escuchó a sus compañeras, también venezolanas, tener una conversación que la alertó:
—¿Supieron que van a cerrar las fronteras? Mi hijo trabaja en el gobierno y le dijeron que ya no van a dejar pasar más gente.
—Ah sí, a una familiar mía que venía hoy la devolvieron.
Pensó en el reencuentro con sus hijos y sintió que sus planes nuevamente se iban al suelo. No le quedó más opción que seguir lavando platos hasta el final del turno, cuando llegó el dueño del local con otro mensaje que confirmaba su peor miedo.
—Bueno, ya no nos están dejando entrar gente acá con este condenado virus, las voy a tener que suspender mientras se resuelven las cosas.
Ese viernes 13 de marzo, como si se cumpliera una profecía cinematográfica, Colombia cerraba el día con 13 contagiados por el “condenado virus”, al tiempo que Venezuela se convertía en el último país de América Latina en reportar el primer contagiado por covid-19. En el mundo ya se contaban 4 mil 600 muertos.
Cuatro días después, desde su pieza en Los Cerrajones, Elianys se dio cuenta de que el coronavirus no era un problema de China, como pensaba, cuando vio por televisión a Nicolás Maduro decretando la cuarentena nacional.
“Si nos descuidamos, podríamos tener una pandemia pavorosa sobre los pueblos de América Latina y del Caribe. Por eso Venezuela da un paso al frente y declara la cuarentena total, la cuarentena social, la cuarentena del pueblo”.
Pensó en su mamá y en su bebé. Se le cruzó la idea de parir lejos de ella y se llenó de miedo. Comenzó a importarle poco en qué país nacería su hija —el último control antes del confinamiento había revelado que sería una niña— ni dónde la podían atender mejor. Solo quería que ese día llegara con su mamá al lado.
Y Yadira lo sabía aunque Elianys no se lo dijera. Por eso, y porque sus cinco hijos quedaron más expuestos al hambre que nunca, retomó el plan desesperado de devolverse a pie. Esta vez, la única que logró detenerla fue su prima, mostrándole los audios y videos que le han estado llegando por WhatsApp de lo que supuestamente les pasa a quienes intentan regresar.
“Nadie pasa pal’ centro del país, el que te esté diciendo eso es mentira (…) En la frontera los guardias los retienen y los tratan de traidores de la patria, con dos arepas y un vaso de agua al día”, decía un hombre desconocido en una nota de voz reenviada quién sabe cuántas veces.
Han sido muchas las denuncias de que estos abusos están ocurriendo en los Puntos de Atención Social Integral, los refugios del lado venezolano donde deben permanecer entre 5 y 14 días quienes intentan retornar. Ahí, como lo han reconocido las propias autoridades, la situación se ha vuelto “insostenible”.
“¿No viste lo que pasó ahorita en la trocha? Cómo la guerrilla picó a los trocheros que estaban pasando a los colombianos pa’ acá y a los venezolanos pa’ allá (…)”
Otro audio la hizo imaginar cosas peores: “¿No viste lo que pasó ahorita en la trocha? Cómo la guerrilla picó a los trocheros que estaban pasando a los colombianos pa’ acá y a los venezolanos pa’ allá (…)”. Estas historias de horror en los pasos ilegales en la frontera no son nuevas: unos 12 grupos armados se disputan desde 2015 estos 2 mil 219 kilómetros que separan a los dos países, según organizaciones de derechos humanos.
Yadira resolvió quedarse en Bogotá, en medio de unos grandes puntos suspensivos, entre los que un video enviado por sus hijos el Día de la Madre, diciéndole que la aman, la da sentido a la espera. Allí pasa los días rogando para que el papá de ellos pase a tenderles la mano, para que les lleguen los bonos del gobierno, para que puedan volver a pasar los camiones que les venden agua, para que pueda volver a trabajar y así la comida de sus hijos no dependa de un milagro.
Al tiempo, intenta rebuscarse desde casa. Mientras Jaime, su pareja, sale a vender bolsas de basura o a reciclar, ella sube a la terraza a lavarle la ropa a su sobrina que vive al frente, a cambio de algún plato de comida. Pero nada de lo que hagan en esta cuarentena les alcanzará para pagar los casi 800 mil pesos (200 dólares) de arriendo y servicios que se les acumularon desde hace dos meses y que ya les están cobrando.
Como muchos de sus vecinos, Yadira colgó un trapo rojo en su ventana como un mensaje de que en esa casa faltan alimentos. Su prima le había contado que muchas familias pobres en la ciudad —especialmente en el sur, donde ellas viven— estaban haciéndolo para que el Gobierno les entregara mercados.
Quizá el trapo rojo es la única esperanza que les queda a los migrantes de recibir ayuda por parte de algún vecino o visitante solidario. Más de 1 millón de ellos viven en el país en una situación migratoria irregular, lo que significa que no están en ninguna base de datos, no existen para el Estado. O, al menos, quiere decir que al Gobierno nacional le costará el doble de esfuerzo y tiempo encontrarlos para entregarles los 200 mil mercados con los que se comprometió, dentro del plan de contingencia para la población migrante más vulnerable en 40 municipios del país.
En Bogotá, la capital de los trapos rojos, el 40 por ciento de los trabajadores son informales, por eso los venezolanos sin documentos son los últimos en la lista de ayudas oficiales. Así lo dio a entender la alcaldesa Claudia López al inicio de la cuarentena: “Bogotá no tiene la capacidad de cubrir a los inmigrantes, esa es una obligación del Gobierno Nacional que ha incumplido sistemáticamente”.
Ahora al paisaje urbano del barrio Los Olivos, donde vive Yadira; a sus calles sin pavimento y a sus casas de ladrillos, se suma este símbolo bogotano del hambre encerrada.
Ahora al paisaje urbano del barrio Los Olivos, donde vive Yadira; a sus calles sin pavimento y a sus casas de ladrillos, se suma este símbolo bogotano del hambre encerrada.
Pero aquí no hay trapo que simbolice el motivo de su verdadera angustia, la del hambre de los que dejó atrás.
El Otro lo hacemos de etiquetas con las cuales lo diferenciamos del Nosotros. El Otro tiene un acento, unas costumbres, un imaginario distinto. Pero quiere lo mismo que queremos nosotros: un techo, pan en la mesa, una cama que permita el descanso, un abrigo que calme el frío. El Otro espera de la vida lo mismo que Nosotros. En sus anhelos y temores, descubrimos un Nosotros detrás de las etiquetas que ponemos para diferenciarnos.
Mario Figueroa vive en Colombia desde 2017. Y desde allí le tocó darle el último adiós a su padre, uno de esos ecuatorianos de nacimiento que migraron a Venezuela en los años 70. A la vuelta de casi cinco décadas, su papá tuvo que volver a Ecuador a tratarse una insuficiencia renal que se agravaba cada vez más. Y allá, en Guayaquil, entró en las estadísticas de muertes por la covid-19.
La última vez que vi a mi papá fue el 22 de noviembre de 2017. Lo despedí en el terminal de autobuses del Nuevo Circo, en Caracas. Lo besé y lo abracé como nunca, con las mismas emociones encontradas que él debió sentir alguna vez, cuando migró a Venezuela desde Ecuador. Ahora era yo quien se iba, camino a reencontrarme con mi esposa y mis hijos en Colombia.
Tres años después, en febrero de 2020, hacía chistes por videollamadas con mi hermana en Guayaquil, sobre ese nuevo virus que había nacido en China y que ya había llegado a una parte de Latinoamérica.
—Te tomas un vasito con limón y atamel, y se te quita —les decía. El coronavirus aún no tocaba Ecuador.
Mi papá estaba ahí con ellos. Tenía 61 años. Era un paciente con insuficiencia renal y, como no podía tratarse en Venezuela debido a las dificultades para recibir diálisis, mis hermanos y yo decidimos que ya era hora de que volviera a su país de origen.
Unos días después, todo cambiaría.
Marino, mi padre, siempre fue un empedernido por Venezuela. Desde que llegó en 1978, se enamoró de ese país donde naceríamos sus hijos. Conoció a mi mamá, Isabel, una paisana que llegó poco después que él y con quien compartió la pasión por el Caribe. En el momento en que un médico en Caracas le advirtió sobre su padecimiento crónico de insuficiencia renal, en 2018, él buscó todas las opciones para tratarse. Estaba renuente a abandonar Venezuela, aunque su salud dependiera
de ello.
Acudió a varios hospitales y las respuestas siempre fueron las mismas: “No hay insumos, no hay diálisis, tiene que anotarse en una lista de espera”. Mi papá era albañil y mi mamá ama de casa, y no podían costear un tratamiento privado. A mis tres hermanos en Ecuador y a mí en Colombia nos desesperaba tener las cuentas ajustadas y no poder colaborar. No quedó otra opción que sacarlo del país.
Hicimos el esfuerzo y ambos se fueron en avión a Ecuador. No hubo chance de que el viaje fuera con escala en Colombia, pero aun así me calmaba saber que finalmente mi papá llegaría a un lugar donde mejoraría su calidad de vida.
Al principio no fue fácil. Los médicos en Ecuador no son como en Venezuela. Son puntuales al hablar y se interesan por los recursos que tenga el paciente para tratarse. Mis hermanos, que ya tenían casi dos años en Guayaquil, lograron conseguir un médico de cabecera. Mis papás vivían con mi hermana menor. Ella y mi madre lo acompañaban a todas las diálisis. Su salud mejoró. Estaba tranquilo y estable, con todos sus medicamentos a la mano. Eso nos alegraba inmensamente.
—Papá tiene tos y fiebre. Creo que el catéter está infectado —me dijo mi hermana, al otro lado del teléfono.
Era 22 de marzo. Ya tenía tres días así, se hacía imperioso llevarlo al hospital. En Guayaquil ya se habían registrado 408 casos de covid-19 y en los centros de salud esa era la prioridad de atención. Mis hermanos no se rindieron y lo trasladaron. Los médicos les insistieron al llegar: “No podemos atenderle ahorita. Vayan a casa e intenten controlar la infección allá”.
Y en menos de 15 días, papá se nos fue.
El malestar nunca cesó. Nuestro Marino, ese hombre fuerte que no se quejaba por nada, se fue debilitando hasta quedar sin respiración. El 3 de abril nos confirmaron que tenía el virus. Papá había estado con insuficiencia respiratoria las últimas horas y corrieron con él por varios hospitales hasta escuchar la peor noticia en el último a donde llegaron.
—Él tiene coronavirus, pero acá no lo podemos atender. Llévenlo a casa para que esté con ustedes o esperen a que se desocupe una cama para dársela y que fallezca aquí —dijo el médico sin reservas, apenas lo examinó.
Es duro que un médico te suelte una frase semejante. Se siente como un puñal. Yo no estaba allí, físicamente, pero fui testigo de cada segundo a través de llamadas cada 10 o 20 minutos preguntando todos los detalles de lo que ocurría. Dolía más. Sentía hasta culpa por no poder estar con los míos dando alguna idea o solo acompañando.
Mi papá no habló conmigo esas últimas horas. Todos esos días la fiebre lo hacía dormir. Estaba débil. La última conversación que tuvimos fue el fin de semana anterior.
—Me siento fuerte para superar esto, hijo. No se preocupen, esto no es nada —me dijo. Era el Marino fuerte que conocía, el que no quería preocuparnos.
—Si saliste de Venezuela con una enfermedad crónica y llegaste a Ecuador, tú vas a pasar esto y más —le respondí yo.
No fue así. La covid-19 lo mató muy rápido.
El cuerpo de mi papá estuvo en casa por tres días. Las noticias en Guayaquil eran espeluznantes. Se veían los muertos en las calles, los ataúdes en las puertas de las casas. Como dice mi hijo: un apocalipsis zombi.
No había funeraria que aceptara preparar el cuerpo para poder darle cristiana sepultura. Decidimos meter a papá en una caja, envolverlo en papel celofán y mantenerlo frío con una cubeta de hielo debajo de él, en un cuarto aparte de todos. Creíamos que permanecería así por semanas, pero mis hermanos pagaron y, a través de un contacto en el cementerio, lograron trasladarlo a la bóveda. Sin entierro, sin sacerdote.
Quería salir corriendo, irme en autobús a Guayaquil. Llegar en dos o tres días, pero estar allá. Mi esposa Diana me frenó. Pensamos con la cabeza en calma y entendimos que la despedida tendría que ser desde la distancia.
Esa noche del 3 de abril, cuando papá murió, mi cuñada se encargó de darme la noticia. Los demás no podían. Las lágrimas y el dolor no se los permitían. Fue un momento de desesperación para ellos el verlo morir en sus brazos. Y yo, a 1 mil 510 kilómetros de distancia.
Charly Hermoso pasó de ser el chef principal de una posada en Los Roques a viajar por tres ciudades de Francia para cocinarles a turistas que había conocido en el archipiélago venezolano. Después de la muerte de su padre, decidió instalarse en Bogotá. Allí tiene un foodtruck, su negocio propio que, por el confinamiento, se vino a pique.
Tengo 10 años trabajando en el área de gastronomía, pero soy empírico. Hace como 8 años fui dos veces seguidas a participar en un evento anual en Francia. Estuve en París, Lyon y Montélimar. Medio hablaba inglés y lo machucaba como podía. Andaba con dos señores, a quienes les cocinaba para donde fueran. “Mira, pa’ que le lleves a tu mamá, que sabemos que le hace falta esto”, me decían. Los había conocido en Los Roques, el archipiélago venezolano, donde viví 5 años. Era el chef principal de la Posada Caracol y también trabajé en la casa de Julio Borges, donde atendía personalmente a sus amigos.
Los vuelos a Francia salían desde El Dorado, Bogotá. Por eso conocí esta ciudad hace ocho años. En el segundo de esos viajes, un amigo venezolano que estaba aquí me dijo que tenía un trabajo para mí. Entonces fui a Venezuela, hice algunas cosas y, después de la muerte de mi papá, me vine a Colombia.
Cuando llegué, el restaurante donde iba a trabajar lo habían derribado para construir una escuela. “Si yo te hubiera dicho, no te hubieras venido”, me dijo mi amigo. Pero me quedé. Aquí lavé baños y pocetas, y recibí bastantes gritos, todo para volver a echar raíces. Aunque siempre me la llevé bien con mis jefes, quería
independizarme.
En 2017, mi novia tenía el dinero para invertir en un negocio y yo el conocimiento para hacerlo. La mamá nos prestó el dinero, compramos un foodtruck, pero no teníamos para pagar materiales, mercancía, el rotulado del carrito. Tuve que seguir trabajando un buen tiempo en restaurantes para poder invertir. Tenía una jornada de 7:00 de la mañana a 5:00 de la tarde; y luego me iba en la bicicleta a otro sitio donde hacía turno desde las 6:00 hasta las 2:00 de la madrugada.
Y así, en diciembre de ese año, pudimos inaugurar nuestro foodtruck. Decidimos ponerle Gustelos, en homenaje al restaurante Gusteau de Francia.
Ese carro costó 10 millones de pesos, unos 2 mil 700 dólares. Y lo perdí cuando más adelante terminé con mi novia. Quedé en pagarle, pero cuando ella me vio saliendo con una nena nueva, se lo mandó a llevar con una grúa. Más nunca la vi. Duré como mes y medio sin trabajar, hasta que el publicista que me había rotulado el carro le pidió un préstamo a la tía y juntos compramos un foodtruck hecho a mi medida.
Con este segundo carro vendía más porque nos reinventamos. Era de comida venezolana fusionada con productos colombianos. Yo hacía mi carne, mis salsas. Vendía hamburguesas, cachapas, arepas, papas a la francesa, criollas, pepitos, jugos naturales, tequeños.
Tenía que pagar seis cuotas, cada una de 1 millón 400 mil pesos, es decir, unos 360 dólares. Era un préstamo “gota a gota”. Cualquier persona a la que tú le hables de un “gota a gota” te va a decir que no te metas en eso, porque son préstamos con intereses altos que derivan en usura, robo, lavado de dinero y agresiones. Pero lo asumí porque tenía la certeza de que mi negocio me daba para pagar la deuda y además pagar el arriendo y los servicios. Dos de los tres empleados viven conmigo; nos mudamos a un apartamento más grande en Usatama, el barrio donde trabajamos, en el centro de Bogotá. En meses las ventas aumentaron 30 por ciento. En marzo de 2020, iba a terminar de pagar mi última cuota.
Pero llegó la cuarentena y tuvimos que cerrar.
Ya no pude seguir pagando nada.
Ni siquiera tengo para pagar una parte.
Pasé de hacer 1 millón 300 mil pesos a la semana a hacer 100 mil: de poco más de 330 dólares pasé a producir 27 dólares.
Uno de los muchachos trabajaba por horas en Rappi, una empresa que hace despachos a domicilio, y ahora lo hace a tiempo completo. El otro dejó de producir dinero. Con nosotros vive un electricista, pero ahorita no tiene para pagar el arriendo.
La tía del publicista que me prestó el dinero se enojó, pero por lo menos ahí quedé en stand by, porque entendió que no podía pagarle ahorita. La cancelación del arriendo donde tengo el carro estacionado también me lo suspendieron. Lo que sí tenemos que pagar es el arriendo del apartamento, que es de 1 millón 300 mil pesos. El dueño conoce mi negocio; sabe que yo trabajo y que de nuestra parte está toda la intención de pagarle poco a poco. Hace poco pagamos el gas, que era lo que nos iban a cortar. Pero ya tenemos otro servicio que nos van a suspender y estamos viendo cómo hacer.
Tengo una buena clientela y he movido el Whatsapp: pongo estados diciéndole a la gente que estamos trabajando desde casa, ofreciendo un menú más limitado. El Día de la Madre me fue bien y usamos la bicicleta de uno de mis compañeros para hacer las entregas a domicilio. Ellos salieron con sus tapabocas, guantes negros, con el bolsito de Rappi que nos prestaron. Yo antes solo atendía a los del barrio y los domicilios los hacía a pie. Pero ahora amplié un poquito más el área de cobertura porque hay más necesidad.
Quiero que se levante la cuarentena para seguir trabajando. Uno se fastidia y extraña a sus clientes. Extraño mucho cocinar porque siempre había alguien ahí, la gente llegaba a buscarme a mí, a hablar conmigo.
A pesar de que este mes no tuve para mandarle a mi mamá, que vive con la más pequeña de mis cuatro hermanas en Venezuela, mi vida en Colombia ha tenido muchos éxitos. Llegué a Bogotá con 50 euros nada más, y siempre he tenido que lucharla, cayendo y tropezando. Pero he ido pa’ lante.
En algún momento quisiera vivir cerca del mar. Donde pueda seguir manejando mi negocio. Tener un local que sea centro de producción y así poquito a poquito ir
expandiéndome y vender franquicias. Yo, con constancia y dedicación, quiero llegar hasta el infinito.
En medio de la pandemia, Elvis Rodríguez recorre Bogotá en su moto con una nevera desechable llena de plasma, plaquetas y glóbulos rojos, que entrega en clínicas y hospitales. Este joven venezolano de 22 años migró a Colombia en 2018 porque en la tienda de repuestos para autos donde trabajaba ya nadie compraba nada.
01.
Elvis Rodríguez ya no siente miedo. Se acostumbró a una rutina que, para quien puede vivir una pandemia en las trincheras de su casa, suena riesgosa.
Desde que el 24 de marzo se decretó el confinamiento obligatorio en Colombia, este joven de 22 años, nacido en Valencia, en el centro norte venezolano, entra y sale de clínicas y hospitales de Bogotá entre 8 y 10 veces durante su turno de trabajo, que va de 5:00 de la tarde a 5:00 de la mañana. Solo descansa los sábados.
2.
Con guantes, tapabocas y gorro, llego en mi moto a los laboratorios de clínicas y hospitales, llevando en mis manos neveras desechables. Atravieso una cortina de líquidos desinfectantes que me quitan de las suelas y la ropa cualquier rastro de calle. Ahora se ven poquitas personas en las salas de urgencias. La gente no se atreve a ir, a no ser que estén mal, muy mal. Por ejemplo, un viernes, que era el día en que nos pedían transportar más sangre, ahorita ya no ves casi a nadie. Ahorita lo que hay es coronavirus.
3.
Hace apenas cuatro meses, cuando Elvis comenzó su trabajo como transportador de plasma, plaquetas y glóbulos rojos —cuya demanda, en medio de la pandemia por el coronavirus, aumentó—, las urgencias mostraban algunos de los síntomas de la crisis que vive el sistema de salud colombiano: congestión, caos, personal insuficiente.
La pandemia cambió aquel escenario agitado, y también aumentó el riesgo para trabajadores como él. Ingresar varias veces cada día a distintos centros de salud y estar en contacto con el personal que ha tomado muestras o atendido a pacientes con covid-19, no es un asunto menor.
4.
He notado que, con el paso de las semanas, las medidas de protección en hospitales y laboratorios se han perfeccionado. Las muestras que recibo las llevo en tres recipientes distintos y las neveras desechables en las que las traslado, o bien se botan o son minuciosamente desinfectadas por el personal que las analiza.
5.
No obstante, al inicio de la pandemia, por las manos de este joven pasaron muestras mal empacadas, que incluso por eso no las recibían en los laboratorios de destino. Las medidas de protección para el personal de salud con el que debía relacionarse en el intercambio eran precarias: tenían tapabocas corrientes y trajes inapropiados.
6.
Es bastante pesado. El personal de salud con el que tengo confianza dice a veces que tienen 30 o 40 compañeros infectados, y si han estado en contacto los aíslan y los mandan para la casa. Pero no me asusta, yo creo que todo es higiénico. Cada vez que entro, me dicen: “Elvis, lávate las manos. Elvis, pasa por la máquina. Elvis, el tapabocas”. Ahí todos saben que el tema es delicado.
7.
Pero en sus recorridos aparecen otros dilemas. En Bogotá se impusieron restricciones de salida a la calle por género, con 46 excepciones entre las que está el trabajo de Elvis. Sin embargo, más de una vez lo ha detenido la policía, lo cual provoca retrasos en sus entregas, de las que dependen jornadas de trabajo en laboratorios. Y vidas.
8.
Por suerte, como llevo dos años como repartidor a domicilio, en jornadas en bicicleta que también se extendían hasta la madrugada, sabía moverme rápida y ágilmente por Bogotá. Ya conocía la ciudad como la palma de mi mano.
9.
El tamaño de la pandemia juega en su contra. El alto volumen de muestras —a veces entre él y sus colegas transportan unas mil al día— vuelve su trabajo aún más complejo. Y no ayuda el caos que —por el hambre y el relajamiento del confinamiento— volvió a las calles.
Pero Elvis no tira la toalla. Salió de su país en abril de 2018 porque en la tienda de repuestos para carros en la que trabajaba ya nadie compraba. Y temía que le robaran lo poco que conseguía. También migró porque quería probarse siendo independiente. Es el camino que va transitando.
10.
Por lo pronto, seguirá llegando a casa en las madrugadas, bañará su chaqueta impermeable en alcohol, la dejará guindada de la puerta y se quitará el peligro con agua y jabón. Soñará con el aire cálido de Valencia, las tardes de fútbol y las charlas con su padre en el carro que un día compraron, cuando parecía un chiste pensar en Venezuela que un salario mínimo llegaría a alcanzar solo para unos pocos huevos.
Oriana y José se conocieron en 2014. Cuando nació su hija en 2018 decidieron migrar a México. Pero de este país solo conocieron el aeropuerto. Sin explicación alguna fueron deportados. Los regresaron con todas sus maletas y sueños trastocados. Volver a Venezuela no era una opción, y comenzaron a construir su vida en la ciudad colombiana de Medellín. Hasta que llegó la pandemia.