Aquí tiene que haber algo bueno para mí

Por Mariana Escobar Roldán
Fotografías Albúm Familiar

Rafael Suárez llegó a Bogotá en 2018 y desde entonces trabaja como rappitendero. Pasa el día recorriendo con su moto las calles de la capital colombiana. La covid-19 ha disminuido sus ingresos, lo cual le preocupa porque debe enviarle parte de lo que gana a su familia en Venezuela.

Todos los días llego al parque de la 93, en el norte de Bogotá, a eso de las 9:00 de la mañana. Lo hago de domingo a domingo, sin descanso.

Luego de que se decretó la cuarentena en Colombia, duré dos semanas y media sin salir. Le tenía miedo a la calle. Siempre hay nervios, uno se pregunta dónde estará metido ese virus. Pero tenía que seguir pagando el arriendo y no tenía comida. Así que me tocó volver a mi rutina. Yo trabajo en Rappi. Soy rappitendero.

Todos los días llego al parque de la 93, en el norte de Bogotá, a eso de las 9:00 de la mañana. Lo hago de domingo a domingo, sin descanso. Allí, en la acera, nos sentamos varios venezolanos, expuestos al sol, al agua y a que nos roben, esperando a ver si sale algún servicio. Funciona así: cuando la gente compra a través de la aplicación Rappi, nosotros vamos a los locales, retiramos el producto y se lo llevamos a los compradores hasta donde estén. Y por cada viaje recibimos un porcentaje de la venta. Pero por la cuarentena, las jornadas están muy suaves: a veces llega el mediodía y no ha salido nada.

En Rappi no contamos con baños ni siquiera para lavarnos las manos. Tampoco con un lugar para alimentarnos de forma digna. Tenemos que pagar por esos servicios en locales. Ahora con la cuarentena, en muchos no nos permiten entrar. No sé si es que creen que los vamos a infectar. Si es así, están equivocados. Nosotros llegamos a los mercados o a los restaurantes y nos echan alcohol en las maletas y en la ropa, y siempre llevamos nuestro antibacterial, los guantes, el tapabocas. A veces los suministra Rappi, pero casi siempre somos nosotros quienes los compramos. Sabemos que no podemos ponernos en riesgo.

Estoy todo el día en la calle, a veces casi hasta la madrugada, y me encuentro con mucha gente, gente que probablemente hizo viajes o estuvo en contacto con personas infectadas por el virus. Yo ando en moto, por suerte. Algunas veces recorro 30 kilómetros; otras, 60. Si el día está bueno, completo 25 o 30 servicios. Al comienzo, cuando llegué a Bogotá, en enero de 2018, atravesaba la ciudad en bicicleta. En las noches llegaba a la casa molido, desmoralizado.

Es un trabajo arduo al que a veces hay que sumarle el asunto de la xenofobia: nos encontramos con gente buena, pero también con personas que nos discriminan por ser venezolanos o que simplemente tuvieron un mal día y no son amables. A veces nos tratan mal porque los servicios no llegan a tiempo, a pesar de que nosotros vamos a toda velocidad, y los retrasos son responsabilidad de los locales, del tráfico, de los semáforos. Y esos que tratan mal saben que lastiman más si usan nuestra nacionalidad como un insulto.

Que yo sepa, ningún compañero rappitendero se ha enfermado de covid-19. Mi primo, con quien vivo y trabaja en lo mismo que yo, dice que tampoco. En nuestro barrio, en La Estancia, en el sur de la ciudad, hay mucha precaución: no te dejan pasar a las tiendas si no tienes tapabocas, y en cada entrada hay gel antibacterial. En nuestra casa también somos precavidos. En la entrada tenemos un litro de alcohol, y con eso mojamos los pantalones y la chaqueta. Los zapatos los dejamos afuera.

Últimamente las semanas están malas. Apenas gano 200 o 300 mil pesos, que son menos de 80 dólares. Antes de la pandemia había semanas en las que hacía unos 500 mil. Es decir, son cerca de 40 dólares que echo en falta. Porque parte de mis ingresos los espera mi familia en Barquisimeto, en el occidente venezolano.

Mi papá es policía de inteligencia jubilado, y mi mamá, maestra. Pasan mucha necesidad para buscar comida. Los precios son altísimos. A uno no le cabe en la cabeza que la gente tenga que trabajar todo el mes y lo que ganan no les alcance para las cenas de una semana.

En Venezuela tenía estabilidad como empleado en Empresas Polar. Primero en camiones, luego en producción y por último como vendedor. En Barquisimeto podíamos confiar en la policía, y no había tanto robo ni problemas. Y yo vivía bien, en una ciudad bonita. Pasaba el rato en una plaza y jugando fútbol con los panas. Es la mejor vida que pude haber tenido. Pero todo eso, con los años, se fue viniendo abajo.

Ahora, en Bogotá, solo me dedico a trabajar. Tengo tres meses que no sé qué es estar en casa viendo televisión o hablando con mi primo. A diario, regreso como a las 10:30 de la noche. Como, me ducho y me quedo dormido. Al día siguiente, la misma historia.

Lo bueno es que me gusta recorrer Bogotá, ver sus estructuras, los cerros verdecitos, los edificios modernos en el norte. A veces me detengo un rato allá arriba, en la avenida Circunvalar, a respirar y a mirar la ciudad completa. Y entonces pienso en eso que me mantiene aquí: en un lugar tan grande, es imposible que no haya algo mejor para mí.