La fundación católica Amigos Misión Colombia se reúne varias veces por semana para llevar mercados a familias vulnerables de Bogotá. La organización, que se formó en 2008, tiene 100 voluntarios que suelen ayudar a 10 mil personas por año. Por la cuarentena, sin embargo, han alcanzado a 17 mil personas en 40 días. La fotógrafa Fabiola Ferrero los acompañó un sábado de abril, de 7:00 am a 7:00 pm, que es lo que suelen durar sus jornadas.
Se amontonan los mercados. Cuando se ven juntos, pareciera que pudiesen rendir tantísimo. En cambio, es cuestión de seis o siete minutos antes de que desparezcan los 50 que están destinados a esta comunidad. Esta entrega me sorprende, las personas mantuvieron la distancia y esperaron sentados a que los miembros de Amigos Misión Colombia les entregaran uno a uno su bolsa. No es así en todos lados: el hambre empieza a golpear fuerte a las comunidades más vulnerables de Bogotá. Y se nota más en otros lugares.
En un edificio de Santa Fe cuelgan un trapo rojo y las letras de Venezuela. Es la habitación de los Copeland, una familia de más de 10 personas que llegó de Punto Fijo, en el estado Falcón, hace tres años. Viven, como muchos, en los pagadiario —edificios donde cobran alrededor de 30 mil pesos por noche—. A este tipo de habitaciones también les dicen camarotes, lo cual puede dar una idea de sus dimensiones. El trapo rojo se ve a menudo en la ciudad, y sobre todo en la zona de Santa Fe. Es un llamado de ayuda que muchas veces queda sin ser escuchado.
Los miembros de Amigos Misión Colombia se reúnen a eso de las 7:00 de la mañana, y comienzan su recorrido en el mercado de Palo Quemao. Allí pasan con carritos pidiendo a los dueños de cada puesto que donen lo que crean que no podrán vender. Muchos donan también lo que venderían. Luego de unos 40 minutos, vuelven tres o cuatro carritos de mercado llenos de papaya, banana, yuca, papa y toda clase de verduras. Se llenan las camionetas y arranca la jornada de entregas, que suele durar unas 12 horas.
Al entrar a los edificios se aglomeran las personas, se asoman, esperan que su nombre esté en la lista. No debe ser un trabajo fácil tener que decidir a quién se entrega la comida. Antes de cada jornada, el equipo discute cómo explicar a las personas que sus recursos son limitados. Se habla de seguridad, de psicología social y, claro, de religión. “Vamos a ayudarlos con una necesidad física, pero sobre todo espiritual”, dice Camilo Devia, el director de la fundación, antes de empezar el día.
Darío González, en la pared de su habitación en Santa Fe. El distanciamiento social es una especie de lujo. Los camarotes, cocinas y baños son espacios comunes, por lo que la cuarentena debe ser colectiva. Pero la cuarentena es también un lujo, cuando la cama donde duermes se paga a diario. Afortunadamente, lo que he visto en mis visitas a las comunidades es que en tiempos de crisis la solidaridad florece, y los vecinos comparten aunque eso signifique comer menos, pero comer todos.
Bogotá se ve vacía apenas en algunas zonas. Me quedan las frases que mencionan los venezolanos cada vez que hablamos: “Ya de esto sabemos”, “aprendimos allá”, “si en algo somos buenos es en sobrevivir”. En el silencio, luego de la jornada, veo más allá de la romantización de nuestro agudo sentido de supervivencia. Se desprenden otras capas: las del trauma que se revive.