Leonardo Polanco abandonó Venezuela, con su esposa Sorangel y su hijo Cristhian, en 2019. Al decretarse la cuarentena y encontrarse sin trabajo y sin poder pagar el arriendo, decidió que era hora de volver a su país. Fue un regreso tortuoso y con un desenlace fatal, que hoy le hace arrepentirse de haber migrado a Colombia.
Mi nombre es Leonardo Polanco. La madrugada del sábado 11 de abril de 2020, mi esposa Sorangel y yo cargamos un par de maletas, unos morrales, y junto a Cristhian, nuestro hijo de 3 años, emprendimos el regreso a Venezuela. Sabíamos que sería difícil, pero estábamos convencidos de que volver al país era la mejor opción. Ya no podíamos seguir en Santa Marta, Colombia.
Allí vivíamos desde que en 2019 dejamos nuestra casa en Mariara, en el estado Carabobo. Sorangel quería migrar a Santa Marta, porque ahí estaba parte de su familia. Yo, al principio, no estuve muy animado, porque tenía la experiencia de haber vivido en Ecuador y no me gustó. Pero estaba desempleado desde 2018 y, con un niño pequeño al que mantener, entendí que lo mejor era irnos.
Al llegar a Colombia, empecé a vender verduras. Como no me fue bien, comencé en un autolavado. Lo que ganaba me alcanzaba para pagar los servicios y el arriendo. Cuando llegó la pandemia del nuevo coronavirus y anunciaron la cuarentena, quedé sin trabajo. No llegaron a desalojarnos de la casa donde vivíamos, pero ya el dueño estaba a punto de hacerlo. Debíamos pagar el alquiler y no teníamos con qué.
Nos tocó un camino difícil desde Santa Marta a Venezuela. Una travesía. Gastamos lo poco que teníamos en los pasajes para llegar hasta Maicao, un departamento de La Guajira en la frontera con Venezuela. Allí pasamos la noche.
Después comenzamos a caminar. Teníamos sed y hambre. Lo poco que teníamos se lo dábamos al niño. Cristhian traía en sus manos un peluche que le habían regalado. No lo soltaba. Mientras caminábamos, un amigo que iba con nosotros y se había adelantado un poco, se detuvo a descansar y grabó un video donde nos vemos Sorangel, el niño y yo.
Ese es el recuerdo que me queda de este viaje que nunca debió ser.
Pasamos un día caminando. Llegamos a Paraguachón, más cerca de Venezuela.
No nos querían dejar ingresar a nuestro país, nos dijeron que por el confinamiento. Un guajiro nos dijo que nos ayudaría a pasar por una trocha, aunque no tuviéramos dinero para pagarle. Que lo hacía por el niño. Duramos casi 20 minutos caminando por ese monte.
Después de ese trecho tan peligroso, por fin, entramos a Venezuela.
Ya era lunes 13 de abril. Nos recibieron policías venezolanos y nos dijeron que pasáramos por un punto de atención. Me pidieron mis documentos. Ya eran como las 5:00 de la tarde. Allí nos hicieron la primera prueba de la covid-19.
Al siguiente día nos llevaron hacia Carrasquero, una población del municipio Mara en el estado Zulia, donde había otro refugio en el que debíamos cumplir la cuarentena: todas las personas que retornan de Colombia deben estar entre 5 y 14 días en centros de confinamiento.
Estábamos en una escuela grande. Compartíamos un salón con cinco personas. Allí estuvimos ocho días, hasta que nos dijeron que nos enviarían a nuestros estados, donde terminaríamos de cumplir la cuarentena. Nos hicieron subir en un autobús grande, de dos pisos. Algunos iban hacia el estado Yaracuy y el resto a Valencia, en Carabobo. Recuerdo que pasamos por el puente sobre el lago de Maracaibo. Vi que mi esposa y mi hijo estaban dormidos y me dormí.
Pero al cabo de un rato, sentí como si estuviéramos cayendo al lago.
El bus daba muchas vueltas.
Fueron segundos, cinco o seis segundos que se me hicieron eternos y a la vez muy rápidos.
Abrí los ojos. Vi las maletas y los bolsos regados. Los asientos despegados. Las personas tiradas en el piso. Yo buscaba a mi esposa y a mi hijo, pero no los veía. Casi a mi lado, vi a un muchacho agonizando. Falleció ahí mismo.
Cuando finalmente ubiqué a mi esposa y al niño estaban como dormidos. A ella le cayó encima un aire acondicionado del bus, tenía un golpe en la cabeza, sangraba por los oídos. Cristhian estaba sobre ella. La gente veía que el bus estaba derramando gasoil. Un compañero de viaje me ayudó a sacar al niño y se lo llevó porque yo tuve una lesión en la columna y me costaba moverme. Me quedé con Sorangel. Le hablaba: le decía que despertara, le movía las manos, la pellizcaba. Pero no reaccionaba.
Le tomé el pulso y me di cuenta de que había fallecido. Ahí entendí que no podía hacer nada por ella.
El amigo me ayudó a salir y me fui hasta la carretera donde estaban los demás heridos y mi hijo, que lloraba.
Lloré.
Al día siguiente nos pidieron que nos volviéramos a montar en un bus y nos dejaron en la Villa Olímpica del estado Carabobo, que convirtieron en un centro de confinamiento para quienes llegamos del exterior. Nos hicieron otra prueba de la covid-19 y, cinco horas después, nos llevaron a la casa en Mariara, a unos 35 minutos de allí. Cuando llegamos, a mi hermano ya lo habían llamado de la gobernación del Zulia para darle información sobre el cuerpo de mi esposa. La trasladaron a la casa y la velamos ahí. Tuve que pedir dinero prestado para pagar el hueco en el cementerio.
Hoy vivo un duelo profundo. Irnos a Colombia es el error más grande que he cometido en mi vida. Aquí estoy, solo con Cristhian. Él juega con el peluche que nos acompañó durante todo el camino. Siempre pregunta por su mamá. Él mismo se responde, dice que se quedó dormida en el bus. La extraña. Y yo también.